miércoles, 16 de diciembre de 2015

LOS OMEYAS. IV

Al-Hakam II pasó la mayor parte de su vida en Madinat al-Zahra; cumplía veintiún años cuando la ciudadela palacial terminó de construirse; corría el año 936. Vivió siempre en el ambiente del harén, entre concubinas, esclavas y eunucos; rodeado de todos los lujos y riquezas. A pesar de todo, Al-Hakam se sentía más atraído por los placeres intelectuales; amaba los libros por encima de todas las cosas de este mundo. No solo fue un gran lector y hombre culto, sino que se convirtió en el mayor coleccionista de su época, llegando a reunir una de las bibliotecas más grandes de su tiempo y, con abismal distancia, la más grande de Europa en la Edad Media. Gastó grandes sumas en adquirir raros ejemplares, sin sentir el menor dolor por ello, y protegió a poetas, filósofos y músicos, con los cuales gustaba mantener conversaciones eruditas. No amaba la guerra, pero hizo que el Estado cordobés se militarizase hasta un extremo sin comparación en Occidente. Mantuvo una guardia personal compuesta por miles de esclavos originarios de Europa Central y Oriental, conforme ya hiciera su padre, educados para el uso de las armas y absolutamente fieles a su amo. Todas las primaveras reunía un ejército de mercenarios, la mayoría de ellos provenientes de los reinos cristianos de la Península Ibérica y reclutaba a las tribus beréberes que le eran fieles para emprender incansables campañas militares en el Magreb y más allá, en el desierto del Sahara. No había verano sin guerra y los estandartes victoriosos regresaban a principios del otoño a Madinat al-Zahra, donde llevaban a cabo una impresionante parada militar. Con aquel poderoso ejército mantenía el control de las rutas caravaneras que atravesaban el Sahara, gracias a las cuales llegaban a Córdoba el oro, el marfil, las maderas preciosas, las gemas y los esclavos del África Subsahariana. Gracias a aquellos mercenarios intervenía a capricho en los asuntos de León, Castilla, Navarra y los condados catalanes, les cobraba tributos y saqueaba sus tierras en caso de desobediencia. Sin embargo, él nunca dirigía los ejércitos, como en alguna ocasión hizo su padre, pues prefería permanecer en Madinat al Zahra, junto a su biblioteca y su harén, y delegaba este trabajo en sus excelentes generales, sobre todo en Galib, su hombre de confianza.

  Avenida de los alardes militares en Madinat al-Zahra.

Aquellas campañas casi constantes suponían un gasto enorme; pero Al-Hakam II era inmensamente rico. Su padre, Abd al-Rahmán III, había creado un aparato fiscal centralizado de gran eficacia, y los tributos fluían hacia Madinat al Zahra de forma precisa, bajo el control de un cuerpo de funcionarios eficientes, esclavos la mayoría de ellos, conocidos con el nombre de fatás. El ejército era imprescindible para mantener la paz en el interior, amedrentados a los reinos cristianos del Norte y el control del comercio sahariano; era un pez que se mordía la cola: los tributos eran necesarios para pagar el ejército, y el ejército era necesario para cobrar los tributos.
Durante el gobierno de Al-Hakam II la paz reinó en el interior de al-Ándalus; no hubo revueltas como en tiempos de los emires y el enriquecimiento fue general. En aquel tiempo Córdoba se sentía orgullosa de ser una capital imperial, pero todos sabían que el poder estaba en Madinat al-Zahra, donde residía el califa, inaccesible a la gente común, rodeado de su guardia de esclavos, asistido por sus eunucos, pasando las horas en la biblioteca y el harén.

                                   Cervatillo de bronce, utilizado como surtidor en Madinat al-Zahra.

Muchos eran los que en aquella Córdoba de finales del Siglo X luchaban por trepar, primero entrando al servicio del Califa, después destacándose entre los demás, y finalmente entrando en el oficio palatino de Madinat al Zahra; pero, entre todos, solo uno vio con claridad el camino abierto para hacerse con el poder absoluto de aquel Estado. Este hombre fue Muhammad Ibn Abí Amir, conocido con el sobrenombre de al-Mansur, Almanzor entre los cristianos.
Mientras que en Europa, Norte de África y Oriente se pensaba que el Estado Omeya era fuerte, poderoso y sólido, al-Mansur se percató con envidiable claridad de que la realidad era todo lo contrario. El Estado cordobés tenía los pies de barro; solo se mantenía en pie gracias a un costosísimo ejército de esclavos y mercenarios que obedecían a la familia de los omeyas. Para evitar rebeliones el califa se veía obligado a pagar elevadas rentas y subsidios a una aristocracia parásita, que si no era beneficiada con todo tipo de privilegios se tornaba desleal. El poder había huido de Córdoba para refugiarse en Madinat al Zahra, donde el califa vivía aislado. Los resortes del Estado y toda la administración palacial estaban en manos de esclavos eunucos, mientras Al-Hakam II se desentendía de los asuntos del gobierno, enredado en sus divagaciones intelectuales.
En un principio al-Mansur solo pretendió trepar, como otros muchos, en aquella sociedad cortesana de la Córdoba de la segunda mitad del Siglo X; más adelante, comprobando la fragilidad del sistema y las enormes fisuras que presentaba, decidió, con un golpe de audacia, hacerse con el poder; pero nunca pretendió eliminar absolutamente a los omeyas, pues sabía perfectamente que toda legitimidad descansaba en ellos, que aquel Estado era al fin y al cabo una familia, un nombre.
Nació en el castillo de Torrox en 939 y era descendiente directo de uno de los conquistadores yemeníes del 711. Sin embargo, su familia había venido a menos económicamente y él optó por trasladarse a Córdoba, siendo muy joven, para estudiar e intentar prestar servicios a la administración del Estado.
Estudió leyes y pronto destacó como un excelente calígrafo y escribano. Comenzó su carrera muy humildemente, redactando documentos en las inmediaciones de las puertas del alcázar de Córdoba. Recomendado por su gran inteligencia y buen hacer pasó a formar parte del cuerpo inferior de funcionarios de la administración de la ciudad de Córdoba.
Ya por aquel tiempo se dio cuenta de que la única forma de ascender era entrar en el servicio de Madinat al Zahra. Nunca conoció personalmente a Abd al-Rahmán III, pues éste murió en 961, cuando al-Mansur era todavía un oscuro escribano. Lo llamaban por su nombre, Abí Amir y destacaba por su gran inteligencia y su buen aspecto físico. Su oportunidad llegó cuando Muhammad Ibn Salim, cadí de Córdoba, a quién prestaba servicio, le recomendó al hayib (primer ministro) Yafar al-Mushafi, quien lo trasladó a Madinat al-Zahra y lo incluyó entre los altos funcionarios del Califa.
En el ambiente de palacio y en el harén, Abí Amir supo maniobrar hábilmente y, gracias a sus elegantes modales, se atrajo la confianza de Subh, madre de Abd al Rahmán, heredero del trono califal. Al poco de subir al poder Al-Hakam II llevó a cabo una reforma en la administración que supuso la salida de antiguos funcionarios de Abd al-Rahmán III y la entrada de otros nuevos, reclutados en los escalafones bajo y medio; de este relevo se aprovechó Abí Amir, que ascendió vertiginosamente y en 967 fue nombrado intendente del príncipe heredero.
Con una rapidez asombrosa fue escalando en la administración palatina y acumulando cargos importantes. A los pocos meses fue nombrado director de la ceca, en 968 tesorero y en 969 cumplió las funciones de cadí en Sevilla y Niebla.
En 970 murió el príncipe Abd al-Rahmán y fue nombrado heredero Hixam; desde ese momento su influencia sobre el joven Hixam fue en constante aumento, de tal forma que acabaría convirtiéndolo en instrumento de su estrategia para conseguir el poder absoluto.
Con la intención de conseguir amigos y deudores comenzó a hacer costosos regalos entre los funcionarios y el harén. Aquel momento fue uno de los más delicados de su carrera, porque fue acusado de malversación de fondos y destituido del cargo de director de la ceca en 972. Sin duda ya tenía muchos enemigos en Madinat al-Zahra, sobre todo entre los fatás, esclavos eunucos, que ya lo consideraban un ambicioso que ponía en peligro sus intereses. No obstante salió triunfante de las acusaciones y convenció a Al-Hakam II de su fidelidad y honestidad.
Su eficiencia y su energía fueron premiadas en 973, cuando fue nombrado cadí del Magreb, encargado de organizar las infraestructuras administrativas y logísticas de las campañas militares que se llevaban a cabo en aquella zona casi sin interrupción. Aquel cargo tuvo una importancia trascendental en su vida y en la evolución de los acontecimientos históricos posteriores en al-Ándalus. Durante aquellas campañas militares se convenció de que todo el Estado de los omeyas se sustentaba en aquel ejército, uno de los más grandes de su época; captó la idea de que quien poseyera el ejército, poseería el Estado cordobés. Además, como encargado de las relaciones diplomáticas con los jefes de las tribus beréberes y subsaharianas, trabó amistad con muchos de ellos y se granjeó su amistad a través de regalos y pactos.
En 974 regresó a Córdoba victorioso y fue nombrado administrador del ejército del califa por Al-Hakam II, quien moría dos años después, en 976. Aquella muerte supuso un golpe de suerte para Abí Amir, que con su habitual audacia no dudo en sacar provecho de ello. El nuevo califa, Hixam II, aún no era un adolescente cuando subió al trono de Córdoba y desde el principio fue manipulado por Subh, su madre, y por Abí Amir, administrador de su patrimonio. Como el nuevo califa era todavía un niño el poder quedó provisionalmente en manos del hayib, Yafar al-Mushafi, lo que despertó los recelos de los esclavos fatás que temían ser desplazados de la administración palatina. En Madinat al-Zahra los fatás urdieron un complot coaligados con la guardia del califa, formada también por esclavos del Centro y el Este de Europa, para deponer a Hixam y nombrar califa a su tío al-Mugirah, pero la conspiración fue descubierta por al-Mushafi y fracasó.
Con la organización del ejército en sus manos Abí Amir emprendió una profunda reforma que ya había sido trazada en los últimos años de Al-Hakam II. Consistía básicamente en reducir el contingente de esclavos del ejército del califa y sustituirlo por mercenarios procedentes sobre todo del Norte de África, pero también de los reinos cristianos de la Península. Abí Amir comenzó a trasladar grandes contingentes de beréberes a al-Ándalus; muchos de ellos llegaron a las órdenes de sus propios caídes; tribus enteras cruzaron el Estrecho y fueron establecidas en distintos lugares; muchos de estos beréberes fueron afincados en la misma Córdoba. De esta manera Abí Amir consiguió que aquel enorme ejército de mercenarios le fuera fiel a él exclusivamente, tomando las funciones del patrón y comportándose los beréberes como una clientela militar.
Con aquel ejército emprendió desde 977 un programa de campañas militares contra los cristianos del Norte de la Península Ibérica. Hasta el día de su muerte en 1002 llevó a cabo al menos dos campañas militares todos los años, una en primavera y otra en otoño, e incluso más, como ocurrió en el año 981, en el que hizo cinco expediciones a los reinos cristianos del Norte. Aquel año, tras regresar victorioso a Córdoba adoptó el título de al-Mansur, “El Victorioso”.
Gracias a aquellas campañas militares se cubrió de prestigio ante el pueblo de Córdoba; no solo había declarado la guerra santa, como antes lo hiciese Abd al-Rahmán III, sino que la llevó a efecto de forma radical; acabó de un solo golpe con la política de pactos con los reinos del Norte e hizo la guerra a los cristianos sin descanso. Tal fue su agresividad que a finales del Siglo X muchos creían en Europa que al-Mansur era el anticristo al que se referían las profecías milenaristas. Pero Abí Amir al-Mansur era ante todo un hombre práctico; aquellas victorias levantaban el entusiasmo de la gente y le proporcionaban un carisma que atraía la adhesión de todos.
Por otra parte, aquellas campañas de saqueo le proporcionaban un enorme botín, gracias al cual podía financiar el mantenimiento permanente de un ejército tan grande, y los recursos necesarios para otorgar todo tipo de beneficios a sus partidarios.
En 977, año de la primera campaña contra los cristianos estableció una alianza con el afamado general Galib, que había sido nombrado comandante de los ejércitos de la frontera del Norte; este fue el primer paso para socavar el poder del hayib Yapar al-Mushafi, que controlaba los resortes del Estado durante la niñez de Hixam II. Tras las dos campañas de saqueo del año 977 contra Salamanca, Abí Amir consiguió que el joven y manipulado Hixam le nombrase jefe de la guardia de Córdoba, puesto que desempeñaba un hijo de al-Mushafi. Con este acto Abí Amir se situó contra el hayib a banderas desplegadas; del enfrentamiento entre ambos saldría vencedor Amir.
Para reforzar sus alianzas Abí Amir desposó en 978 a una hija de Galib; al poco, éste último fue nombrado hayib y al Mushafi fue destituido y encarcelado. A finales de aquel año, y ante las fundadas sospechas de un complot de los omeyas para asesinar a Hixam II, Abí Amir llevó a cabo una terrible represión contra los miembros de la familia del califa y los puso bajo una estrecha vigilancia.
El último obstáculo que se interponía entre Abí Amir y el poder absoluto era su suegro el general Galib. En 980 ambos se enfrentaron militarmente; en 981 Galib se alió con castellanos y navarros y derrotó a Abí Amir, pero a principios del verano de aquel año Galib, octogenario, falleció de muerte natural, dejando en manos de Abí Amir todo el poder del Estado de los omeyas. Ese mismo año, como hemos dicho anteriormente, adoptó el título de al-Mansur.
Desde 981 Hixam II solo fue una marioneta en manos de al-Mansur; incluso llegó a prohibirle que saliese de Madinat al-Zahra; solo le era necesario para mantener la ficción de que los omeyas gobernaban al-Ándalus. En 979 comenzó a construir un complejo palacial al Este de la ciudad de Córdoba al que llamó Madinat al-Zahira; allí trasladó todos los organismos de la burocracia estatal, quedando Madinat al-Zahra como mera residencia del califa y su harén, vaciada totalmente de cualquier función política. La nueva ciudad palacial superaba en lujo y superficie a Madinat al-Zahra, en ella residían todos los altos funcionarios y la guardia beréber de al-Mansur; desgraciadamente, de ella no han quedado ni los cimientos, tal fue la destrucción que sufrió en 1009. Paralelamente al-Mansur reconstruyó el grupo de los fatás, convirtiéndolos en clientes suyos. Estos esclavos le eran imprescindibles, pues componían el cuerpo de funcionarios más eficiente de al-Ándalus.
Empeñado en atraerse la simpatía de todos los sectores sociales de Córdoba hizo todo lo posible por exhibir un inequívoco fervor religioso, no solo practicando sin cesar la guerra santa, sino agradando en todo lo posible a la escuela religiosa de los malikíes, mayoritaria en al-ándalus; para demostrar su ortodoxia no dudó en llevar a cabo una exhaustiva purga en la inmensa biblioteca de Al-Hakam II. Siempre quiso que todos le viesen como un hombre piadoso, y la manifestación más evidente de ello fue la gran ampliación de la Mezquita aljama de Córdoba.
La época de al-Mansur supuso un reforzamiento de la presencia andalusí en el Magreb; ejerció un control absoluto sobre las rutas del tráfico del oro por las vías transaharianas que confluían en Sijilmasa. Para ello contó con la fidelidad de varias tribus beréberes, sobre todo de los zanata y los magrawa. Cuando tuvo todo el poder en sus manos, continuó engrosando su ejército de mercenarios con estos beréberes; en los últimos años del Siglo X la migración fue altísima; uno de ellos, Zirí Ibn Atiyya, de los magrawa, fue nombrado visir.
Sin embargo, en Córdoba, esta llegada masiva de beréberes no se veía con entusiasmo. Ibn Hayyán dice lo siguiente al respecto:

“Los siguió colmando de bienes, pues se sirvió de ellos en provecho propio al apoderarse del mando, los elevó sobre las restantes categorías de sus ejércitos, los convirtió en fuerza personal suya y se hundió con ellos en las tinieblas mientras vivió.”

No cabe duda de que el rechazo a los beréberes no dejó de crecer en al-Ándalus en aquel tiempo; sobre todo porque el mantenimiento de un ejército tan grande y la actividad constructora de al-Mansur suponía unos gastos que solamente se podían financiar con una importante subida de los impuestos. Para agravar el asunto, estos impuestos eran cobrados a menudo por los soldados beréberes, lo que aumentaba el resentimiento hacia ellos. Además, al-Mansur, como dice Ibn Hayyán, les colmó de bienes, es decir, les proporcionó casas, tierras, cargos, privilegios y rentas, lo que desató la sensación de sometimiento entre los cordobeses.
Los gastos de al-Mansur eran cuantiosos; la construcción de Madinat al-Zahira fue costosísima, otro tanto lo fue la ampliación de la Mezquita (988). Aunque sus campañas contra los cristianos le proporcionasen un gran botín y les acabase sometiendo a tributo a todos ellos, no eran suficientes los recursos y el aumento de los impuestos sobre una parte importante de la población comenzó a generar malestar.
Aunque llevó a cabo importantes campañas militares como la de 985, durante la cual saqueó Barcelona y los monasterios de Sant Cugat del Vallés y Sant Pere de les Puelles, o la del 997, en la que saqueó Santiago de Compostela, siempre fue consciente de que el Estado cordobés tenía como frontera del Norte el río Duero, y que lo más que se podía obtener de los reinos cristianos era cobrarles un tributo anual y tenerlos amedrentados realizando constantes campañas de saqueo. Durante el dominio de al-Mansur el Estado cordobés se convirtió en un Estado absolutamente militarista, que necesitaba para su mantenimiento del reclutamiento constante de mercenarios.
En la campaña militar de 1002 al-Mansur murió en el alcázar de Medinaceli y tomó las riendas del Estado su hijo Abd al-Malik, quien fue inmediatamente reconocido por el califa Hixam II, recluido en Madinat al-Zahra. El poder cambió de manos sin turbulencias, pero el régimen carecía de legitimidad. Al-Mansur siempre lo tuvo en cuenta y actuó tras la ficción de que era Hixam II quien gobernaba. Jamás se atrevió a proclamarse califa, pues sabía que eso no lo iban a permitir los cordobeses; tanto los aristócratas árabes y sirios como los muladíes solo aceptarían a la legítima familia de los omeyas, porque aquel Estado se había construido en virtud de un pacto de fidelidad, precario, con aquel linaje; los omeyas garantizaban la estabilidad del sistema y los beneficiados por el sistema mantenían a los omeyas; he aquí la obra política de aquella dinastía.
Pero como ya he dicho en varias ocasiones a lo largo de estos comentarios, aquel régimen tenia lo pies de barro y bastaba para que uno de los endebles pilares sobre los que se sustentaba cediera para que todo se viniese abajo. Y eso fue lo que ocurrió al quedar vinculado el poder exclusivamente al ejército de mercenarios.
Se ha dicho a menudo que al-Mansur fue el responsable de la catástrofe de aquel Estado, pero esto no es totalmente cierto. Al-Mansur, hombre inteligente y decidido, se aprovechó de las circunstancias; aquella sociedad estaba dividida en estamentos hostiles entre sí, las diferencias raciales y religiosas eran insalvables. Es posible que sin al-Mansur aquella sociedad hubiera sobrevivido unas décadas más, pero esto son especulaciones, lo cierto es que se derrumbó en 1031 tras años de luchas civiles, golpes de Estado y abrumada por la demagogia, y el odio de clase.

No hablaré aquí de los acontecimientos posteriores a 1002, para ello sería necesario comenzar un artículo aparte. Solo quiero decir que a partir de 1031 comenzó una nueva etapa de la Historia de la Península Ibérica que desembocó en el nacimiento de la nación española varios siglos después.

martes, 1 de diciembre de 2015

LOS OMEYAS. III

En la entrada anterior de esta serie hicimos una breve exposición sobre la forma en que se organizó social y políticamente el Estado de los omeyas; pudimos ver la manera en que el emirato soportó constantes sublevaciones y cómo estuvo a punto de desaparecer a finales del Siglo IX. Con la llegada de Abd al-Rahmán III al poder la situación dio un giro y al-Ándalus gozó de más de setenta años de tranquilidad interior y de una prosperidad que se ha convertido en un mito contemporáneo.
La época de Abd al Rahmán III (912-961) fue, sin ninguna duda, de gran prosperidad y bonanza económica. Como pusimos de relieve anteriormente, los primeros años de su gobierno fueron difíciles, pues hubo de someter a los numerosos señores territoriales que acaudillaban a los rebeldes muladíes, en especial a Ibn Hafsún, que estuvo a punto de acabar con el Estado cordobés. Pero a partir de 929, apaciguado todo al-Ándalus, comenzó una larga etapa en la que el Estado se afianzó y los omeyas cordobeses se convirtieron en dueños de uno de los imperios más ricos de su época.
En Enero de 929 Abd al Rahmán III adoptó el título califal y el sobrenombre honorífico de al-Nasir li-din Allah (El que combate victoriosamente por la religión de Dios). Este sobrenombre es toda una declaración de intenciones; la religión adopta un papel central a partir de este momento en el Estado de los omeyas, cuya principal misión es combatir a los infieles y a quienes se desvían del camino recto. Como veremos más adelante, se trataba solamente de propaganda para justificar el poder absoluto de los omeyas. La proclamación del Califato era, además, un reflejo de lo que estaba sucediendo en el Magreb, donde desde principios del Siglo X la secta fatimí había fundado su propio califato, ejerciendo un control sobre las rutas caravaneras del Norte de África, muy importantes para el comercio andalusí. El resultado fue que a partir de 929 en el mundo islámico había tres califatos, el Abbasí de Bagdad, el Fatimí del Norte de África y el Omeya de al-Ándalus.
La estabilidad del Califato Omeya se debió en buena parte a la consolidación de las estructuras estatales. Abd al-Rahmán III prescindió cada vez más de las clientelas árabes y sirias para ocupar los cargos de la administración palatina; en su lugar recurrió a los servicios de esclavos del Norte y el Este de Europa (fatás), muchos de ellos eunucos. Estos esclavos, mediante el control de los órganos del Estado, acabaron acumulando un enorme poder y despertaron el resentimiento de las familias de la aristocracia árabe.
En los asuntos militares el Califato de Córdoba siguió por el mismo camino que la administración civil, y quizás lo hizo de forma más radical. Abd al-Rahmán III convocó cada vez menos al yund (ejército) árabe, milicia aristocrática poco efectiva y de intereses muy particulares; en su lugar contrató a un gran ejército de mercenarios, muchos de ellos cristianos del Norte de la Península, y aumentó considerablemente la guardia del palacio, formada por un ejército de soldados de elite, esclavos todos ellos, que habían sido comprados en los mercados del Centro de Europa siendo muy jóvenes, y habían sido educados para la guerra y en la fidelidad al califa. En los tiempos de Al-Hakam II este ejercito de mercenarios y esclavos de Europa fue siendo sustituido por beréberes, como consecuencia de la expansión del Califato por el Norte de África y estrategia política y militar de al-Mansur.
A pesar de lo dicho anteriormente, los omeyas nunca abandonaron a sus clientelas tradicionales, bien al contrario, procuraron adoptar otras nuevas. Este es uno de los fenómenos peculiares de la política interna de Abd al-Rahmán III, intentó atraerse a los señores y líderes rebeldes muladíes contra los que había luchado. Sobre este asunto nos cuenta al-Jusani que cuando el cadí Aslam Ibn Abd al-Aziz iba a proceder judicialmente contra uno de aquellos, recibió desde las alturas la siguiente recomendación:

“ A estos señores que hablan romance, los cuales solamente se han rendido o capitulado mediante pacto, no se les debe tratar con desdén.”

Se sugería a Aslam Ibn Abd al-Aziz que no continuase el proceso incoado.
De lo que no cabe la menor duda es de que Abd al Rahmán III estuvo firmemente decidido a ejercer un control absoluto sobre todos los resortes del gobierno, y para ello decidió centralizar todos los órganos administrativos y apartarlos de la influencia de las familias aristocráticas árabes; por esta razón construyó la ciudad palacial de Madinat al-Zahra. Este conjunto palacial fue fundado en 936 al pie de la sierra cordobesa, y a ella fue transportado el tesoro, los departamentos administrativos, la prisión, los almacenes y los aprovisionamientos. Además, Madinat al-Zahra era un auténtico alcazar reducto, construido por Abd al-Rahmán  al no sentirse seguro en la capital; inquietud y desconfianza que se pondrían de manifiesto en las propias fortificaciones de al-Zahra.

                       Madinat al-Zahra.

Esta política de expansión y centralización administrativa y de grandes construcciones tuvo como consecuencia una expansión fiscal desconocida en la Europa Occidental de aquellos tiempos. Según Ibn Idari, las rentas del Estado andalusí en la época de al-Nasir se elevaban a 5.480.000 dinares; solo de sus dominios y de los mercados Abd al-Rahmán al-Nasir obtenía 765.000 dinares. La recaudación incluía las contribuciones y rentas, los impuestos territoriales, los diezmos, los arrendamientos, los peajes, la capitación, las tasas aduaneras y los derechos percibidos en las tiendas de los mercados urbanos.
Estos datos no deben hacernos creer que durante el Califato la presión fiscal fue agobiante para los habitantes de al-Ándalus. Es evidente que los grupos privilegiados de la aristocracia árabe veían incrementadas sus rentas sin pagar apenas tributos, mientras que muladíes y mozárabes soportaban el mayor peso fiscal; aún así el desarrollo económico de al-Ándalus durante el Siglo X fue tan grande que la mayoría mejoró su calidad de vida, sus recursos y su patrimonio; hecho que tuvo como consecuencia la adhesión de amplias capas de la sociedad a la familia de los omeyas, de ahí la paz interior que gozó el Estado durante más de 70 años.


Dirham acuñado en tiempos de Abd al-Rahmán III.          

Aún sí, aquella paz y aquel progreso siempre estaban pendientes de un hilo. En 937 Abd al-Rahmán III reunió a su ejército y lo dirigió contra Ibn Hashim, gobernador de Zaragoza que, considerando demasiado exigente al califa, le había jurado fidelidad a Ramiro II, rey de León, y se había puesto bajo su protección. Tras conquistar algunas fortalezas y plantarse ante Zaragoza, Abd al-Rahmán consiguió que Ibn Hashim volviese a la obediencia. Para rematar la campaña el califa hizo una incursión por tierras de Navarra, reino que, al menos de palabra, le juró fidelidad.
Pero todos estos acontecimientos hicieron recapacitar a Abd al-Rahmán. En principio porque era evidente que cualquier sublevación podía ser apoyada por los reinos cristianos de la Península. Además, el título de califa conllevaba en sí mismo el deber de hacer la guerra santa a los infieles, y era una afrenta que el rey de León no estuviese sometido al Califato. Por otra parte, aquellas tierras del Norte podían ser sometidas a tributos, lo que no era despreciable para una Estado con unos gastos tan elevados.
Considerando todo esto, Abd al-Rahmán creyó necesario someter por las armas a toda la Península Ibérica y cobrar tributos a todos sus señores y reyes. Así, en 939 reunió un formidable ejército, llamando a la guerra santa, y salió en busca de Ramiro II. Éste, por su parte, se coaligó con castellanos y navarros y fue al encuentro del ejército cordobés. La batalla tuvo lugar en Agosto de ese año en los alrededores de Simancas, donde Abd al-Rahmán sufrió una severa derrota.

                  El Pisuerga por Simancas.
Tras el desastre de Simancas, Abd al-Rahmán opta por un cambio radical en su política con respecto a los reinos cristianos de la Península; abandona las aspiraciones a someter totalmente aquellos territorios e inicia una estrategia basada en los pactos y en las intervenciones puntuales que le garantizaban una posición de arbitraje entre las querellas de los reyes y señores cristianos. Esta política le dio buenos resultados; en principio estableció una firme alianza en 940 con Sunyer, conde de Barcelona, y después, tras la muerte de Ramiro II en 950, recibió embajadas de leoneses, castellanos y navarros en Madinat al-Zahra. Esta situación se prolongaría en tiempos de Al-Hakam II, hasta que, coaligados de nuevo los cristianos asediaran en 975 la fortaleza de Gormaz, bastión fronterizo del Califato.

Castillo de Gormaz, (Soria).

Los tiempos de Abd al-Rahmán III fueron especialmente beneficiosos para la ciudad de Córdoba. La población aumentó considerablemente, hasta alcanzar la probable cifra de medio millón de habitantes. No prestando atención a las cifras de población, evidentemente infladas, que a menudo ofrece la incansable visión romántica, podemos decir sin miedo a equivocarnos que era la ciudad más grande de Occidente y una de las mayores del Mediterráneo. En la Medina habitaba una aristocracia árabe poseedora de extensas tierras y beneficiada con altas rentas y subsidios procedentes del tesoro del Estado, que es tanto como decir del tesoro personal del califa. En los barrios se había desarrollado una amplia clase media de comerciantes y artesanos. Los talleres cordobeses exportaban tejidos, joyas, cerámica, vidrios, bronces, marfiles y cueros. Otra de las actividades económicas que proporcionaban enormes recursos a Córdoba era lo que podríamos llamar “alta industria de la esclavitud”, consistente en educar a esclavos, y sobre todo esclavas, como músicos, cantores, danzantes, recitadores y poetas para revenderlos a un precio muchísimo más alto. La cultura se convirtió en un gran negocio en al-Ándalus durante el Siglo X, y continuó siéndolo durante el XI. De Oriente llegaban músicos y poetas, atraídos por el mecenazgo andalusí; en los palacios de la aristocracia árabe no faltaban filósofos que diesen un perfil intelectual a las reuniones festivas. Los libros eran apreciadísimos y se pagaban grandes sumas por los ejemplares raros.

Mezquita de Córdoba, Río Guadalquivir y red urbana.

El comercio fue otra gran fuente de ingresos para el Estado de los omeyas; sobre todo el que se practicaba a través de las rutas caravaneras que cruzaban el Sahara de Norte a Sur. De allí provenían productos exóticos como el marfil y el ébano, pero sobre todo el oro de la región subsahariana.
Un Estado tan ávido de recursos como el de los omeyas dio prioridad al control de aquellas rutas comerciales, a pesar de la secuencia inacabable de conflictos que aquello supuso. El principal rival en el control de aquellas rutas fue el Califato Fatimí. Las tribus norteafricanas se alinearon en uno u otro bando; los zanata se pusieron de parte del Califato Omeya, mientras que los sinhaya lo hicieron del Califato Fatimí. En fecha tan temprana como 927, Abd al Rahmán III ocupó Ceuta y Melilla, y en 944 prestó apoyo al rebelde Abú Yazid Majlad, que sitió al-Mahdiyya, capital fatimí. En 951 todo el Magreb Occidental estaba del lado de los omeyas, incluido el caravansar de Siyilmansa.

                        Siyilmansa, actual Reino de Marruecos.

Al-Hakam II continuó con la política de intervención en el Magreb y gastó muchos más recursos en ello. Las numerosas campañas militares que hizo el Estado Omeya en aquellas tierras fueron dirigidas por el general Galib, que contrató a miles de mercenarios beréberes y sobornó a los jefes magrebíes ofreciéndoles cargos y rentas en Córdoba. Al-Hakam II no dudó ni un instante en mantener este esfuerzo económico y militar que aseguraba el control del comercio de las rutas saharianas. En los últimos años de su gobierno se vio obligado a aumentar de forma considerable la presión fiscal sobre todos los habitantes de al-Ándalus por causa de la necesidad de obtener recursos económicos que financiasen a un enorme ejército en campaña permanente. Los tiempos de Abd al-Rahmán III se alejaban de una forma imperceptible y comenzaba el malestar social, pues para los cordobeses era una afrenta ver a los esclavos (fatás) dirigir los asuntos del Estado, acumular riquezas y tratar con desdén a todo el mundo. Madinat al-Zahra era un nido de intrigas y muchos sabían que las decisiones importantes se tomaban en el haren, y que los eunucos, que desempeñaban altos cargos, obraban con entera libertad en el gobierno de al-Ándalus.

Madinat al-Zahra.

Todo lo que construyó Abd al-Rahmán III se fue desmoronando con su hijo Al-Hakam II, y esto ocurrió porque las bases no eran sólidas. Si analizamos las soluciones que el primer califa dio a los problemas que aquejaban al Estado, podremos comprobar que eran circunstanciales, meras componendas que funcionaron bien durante un tiempo, pero que después acarrearon conflictos mayores.
De esta forma, consiguió la adhesión de las familias aristocráticas árabes concediéndoles más privilegios y más rentas. Lo mismo hizo con los caudillos de los rebeldes muladíes; se los atrajo otorgándoles cargos y beneficios. Pero todo ello a cambio de nada, solo de su poco fiable apoyo.
Los problemas étnicos quedaron simplemente apaciguados por la bonanza económica; el resentimiento entre árabes y beréberes continuó, el desprecio entre descendientes de los conquistadores de 711 e indígenas también.
En el aspecto religioso se vio obligado a declarar la guerra santa y proclamar el deber de todo musulmán de combatir al infiel. No obstante, pronto debió de apaciguar la intensidad de esta propaganda, cuando se convenció de que era más conveniente pactar con los reinos cristianos que combatirlos.
Además, aumentó su aislamiento de los grupos sociales que lo mantenían en el poder, prescindiendo de ellos a la hora de organizar el ejército, compuesto en su inmensa mayoría por mercenarios. Se rodeó de una guardia compuesta por miles de esclavos, que en sí misma era ya un gran ejército. Finalmente, abandonó Córdoba y se recluyó en el gigantesco alcázar-ciudadela de Madinat al-Zahra.
Tuvo, eso sí, la prudencia de no abusar en exceso de la presión fiscal, a pesar de que el mantenimiento del aparato de Madinat al-Zahra era fabuloso.

En la próxima entrada de esta serie analizaré cómo aquel Estado mostró todas sus debilidades y se derrumbó finalmente, para no volver a levantarse jamás.