miércoles, 16 de diciembre de 2015

LOS OMEYAS. IV

Al-Hakam II pasó la mayor parte de su vida en Madinat al-Zahra; cumplía veintiún años cuando la ciudadela palacial terminó de construirse; corría el año 936. Vivió siempre en el ambiente del harén, entre concubinas, esclavas y eunucos; rodeado de todos los lujos y riquezas. A pesar de todo, Al-Hakam se sentía más atraído por los placeres intelectuales; amaba los libros por encima de todas las cosas de este mundo. No solo fue un gran lector y hombre culto, sino que se convirtió en el mayor coleccionista de su época, llegando a reunir una de las bibliotecas más grandes de su tiempo y, con abismal distancia, la más grande de Europa en la Edad Media. Gastó grandes sumas en adquirir raros ejemplares, sin sentir el menor dolor por ello, y protegió a poetas, filósofos y músicos, con los cuales gustaba mantener conversaciones eruditas. No amaba la guerra, pero hizo que el Estado cordobés se militarizase hasta un extremo sin comparación en Occidente. Mantuvo una guardia personal compuesta por miles de esclavos originarios de Europa Central y Oriental, conforme ya hiciera su padre, educados para el uso de las armas y absolutamente fieles a su amo. Todas las primaveras reunía un ejército de mercenarios, la mayoría de ellos provenientes de los reinos cristianos de la Península Ibérica y reclutaba a las tribus beréberes que le eran fieles para emprender incansables campañas militares en el Magreb y más allá, en el desierto del Sahara. No había verano sin guerra y los estandartes victoriosos regresaban a principios del otoño a Madinat al-Zahra, donde llevaban a cabo una impresionante parada militar. Con aquel poderoso ejército mantenía el control de las rutas caravaneras que atravesaban el Sahara, gracias a las cuales llegaban a Córdoba el oro, el marfil, las maderas preciosas, las gemas y los esclavos del África Subsahariana. Gracias a aquellos mercenarios intervenía a capricho en los asuntos de León, Castilla, Navarra y los condados catalanes, les cobraba tributos y saqueaba sus tierras en caso de desobediencia. Sin embargo, él nunca dirigía los ejércitos, como en alguna ocasión hizo su padre, pues prefería permanecer en Madinat al Zahra, junto a su biblioteca y su harén, y delegaba este trabajo en sus excelentes generales, sobre todo en Galib, su hombre de confianza.

  Avenida de los alardes militares en Madinat al-Zahra.

Aquellas campañas casi constantes suponían un gasto enorme; pero Al-Hakam II era inmensamente rico. Su padre, Abd al-Rahmán III, había creado un aparato fiscal centralizado de gran eficacia, y los tributos fluían hacia Madinat al Zahra de forma precisa, bajo el control de un cuerpo de funcionarios eficientes, esclavos la mayoría de ellos, conocidos con el nombre de fatás. El ejército era imprescindible para mantener la paz en el interior, amedrentados a los reinos cristianos del Norte y el control del comercio sahariano; era un pez que se mordía la cola: los tributos eran necesarios para pagar el ejército, y el ejército era necesario para cobrar los tributos.
Durante el gobierno de Al-Hakam II la paz reinó en el interior de al-Ándalus; no hubo revueltas como en tiempos de los emires y el enriquecimiento fue general. En aquel tiempo Córdoba se sentía orgullosa de ser una capital imperial, pero todos sabían que el poder estaba en Madinat al-Zahra, donde residía el califa, inaccesible a la gente común, rodeado de su guardia de esclavos, asistido por sus eunucos, pasando las horas en la biblioteca y el harén.

                                   Cervatillo de bronce, utilizado como surtidor en Madinat al-Zahra.

Muchos eran los que en aquella Córdoba de finales del Siglo X luchaban por trepar, primero entrando al servicio del Califa, después destacándose entre los demás, y finalmente entrando en el oficio palatino de Madinat al Zahra; pero, entre todos, solo uno vio con claridad el camino abierto para hacerse con el poder absoluto de aquel Estado. Este hombre fue Muhammad Ibn Abí Amir, conocido con el sobrenombre de al-Mansur, Almanzor entre los cristianos.
Mientras que en Europa, Norte de África y Oriente se pensaba que el Estado Omeya era fuerte, poderoso y sólido, al-Mansur se percató con envidiable claridad de que la realidad era todo lo contrario. El Estado cordobés tenía los pies de barro; solo se mantenía en pie gracias a un costosísimo ejército de esclavos y mercenarios que obedecían a la familia de los omeyas. Para evitar rebeliones el califa se veía obligado a pagar elevadas rentas y subsidios a una aristocracia parásita, que si no era beneficiada con todo tipo de privilegios se tornaba desleal. El poder había huido de Córdoba para refugiarse en Madinat al Zahra, donde el califa vivía aislado. Los resortes del Estado y toda la administración palacial estaban en manos de esclavos eunucos, mientras Al-Hakam II se desentendía de los asuntos del gobierno, enredado en sus divagaciones intelectuales.
En un principio al-Mansur solo pretendió trepar, como otros muchos, en aquella sociedad cortesana de la Córdoba de la segunda mitad del Siglo X; más adelante, comprobando la fragilidad del sistema y las enormes fisuras que presentaba, decidió, con un golpe de audacia, hacerse con el poder; pero nunca pretendió eliminar absolutamente a los omeyas, pues sabía perfectamente que toda legitimidad descansaba en ellos, que aquel Estado era al fin y al cabo una familia, un nombre.
Nació en el castillo de Torrox en 939 y era descendiente directo de uno de los conquistadores yemeníes del 711. Sin embargo, su familia había venido a menos económicamente y él optó por trasladarse a Córdoba, siendo muy joven, para estudiar e intentar prestar servicios a la administración del Estado.
Estudió leyes y pronto destacó como un excelente calígrafo y escribano. Comenzó su carrera muy humildemente, redactando documentos en las inmediaciones de las puertas del alcázar de Córdoba. Recomendado por su gran inteligencia y buen hacer pasó a formar parte del cuerpo inferior de funcionarios de la administración de la ciudad de Córdoba.
Ya por aquel tiempo se dio cuenta de que la única forma de ascender era entrar en el servicio de Madinat al Zahra. Nunca conoció personalmente a Abd al-Rahmán III, pues éste murió en 961, cuando al-Mansur era todavía un oscuro escribano. Lo llamaban por su nombre, Abí Amir y destacaba por su gran inteligencia y su buen aspecto físico. Su oportunidad llegó cuando Muhammad Ibn Salim, cadí de Córdoba, a quién prestaba servicio, le recomendó al hayib (primer ministro) Yafar al-Mushafi, quien lo trasladó a Madinat al-Zahra y lo incluyó entre los altos funcionarios del Califa.
En el ambiente de palacio y en el harén, Abí Amir supo maniobrar hábilmente y, gracias a sus elegantes modales, se atrajo la confianza de Subh, madre de Abd al Rahmán, heredero del trono califal. Al poco de subir al poder Al-Hakam II llevó a cabo una reforma en la administración que supuso la salida de antiguos funcionarios de Abd al-Rahmán III y la entrada de otros nuevos, reclutados en los escalafones bajo y medio; de este relevo se aprovechó Abí Amir, que ascendió vertiginosamente y en 967 fue nombrado intendente del príncipe heredero.
Con una rapidez asombrosa fue escalando en la administración palatina y acumulando cargos importantes. A los pocos meses fue nombrado director de la ceca, en 968 tesorero y en 969 cumplió las funciones de cadí en Sevilla y Niebla.
En 970 murió el príncipe Abd al-Rahmán y fue nombrado heredero Hixam; desde ese momento su influencia sobre el joven Hixam fue en constante aumento, de tal forma que acabaría convirtiéndolo en instrumento de su estrategia para conseguir el poder absoluto.
Con la intención de conseguir amigos y deudores comenzó a hacer costosos regalos entre los funcionarios y el harén. Aquel momento fue uno de los más delicados de su carrera, porque fue acusado de malversación de fondos y destituido del cargo de director de la ceca en 972. Sin duda ya tenía muchos enemigos en Madinat al-Zahra, sobre todo entre los fatás, esclavos eunucos, que ya lo consideraban un ambicioso que ponía en peligro sus intereses. No obstante salió triunfante de las acusaciones y convenció a Al-Hakam II de su fidelidad y honestidad.
Su eficiencia y su energía fueron premiadas en 973, cuando fue nombrado cadí del Magreb, encargado de organizar las infraestructuras administrativas y logísticas de las campañas militares que se llevaban a cabo en aquella zona casi sin interrupción. Aquel cargo tuvo una importancia trascendental en su vida y en la evolución de los acontecimientos históricos posteriores en al-Ándalus. Durante aquellas campañas militares se convenció de que todo el Estado de los omeyas se sustentaba en aquel ejército, uno de los más grandes de su época; captó la idea de que quien poseyera el ejército, poseería el Estado cordobés. Además, como encargado de las relaciones diplomáticas con los jefes de las tribus beréberes y subsaharianas, trabó amistad con muchos de ellos y se granjeó su amistad a través de regalos y pactos.
En 974 regresó a Córdoba victorioso y fue nombrado administrador del ejército del califa por Al-Hakam II, quien moría dos años después, en 976. Aquella muerte supuso un golpe de suerte para Abí Amir, que con su habitual audacia no dudo en sacar provecho de ello. El nuevo califa, Hixam II, aún no era un adolescente cuando subió al trono de Córdoba y desde el principio fue manipulado por Subh, su madre, y por Abí Amir, administrador de su patrimonio. Como el nuevo califa era todavía un niño el poder quedó provisionalmente en manos del hayib, Yafar al-Mushafi, lo que despertó los recelos de los esclavos fatás que temían ser desplazados de la administración palatina. En Madinat al-Zahra los fatás urdieron un complot coaligados con la guardia del califa, formada también por esclavos del Centro y el Este de Europa, para deponer a Hixam y nombrar califa a su tío al-Mugirah, pero la conspiración fue descubierta por al-Mushafi y fracasó.
Con la organización del ejército en sus manos Abí Amir emprendió una profunda reforma que ya había sido trazada en los últimos años de Al-Hakam II. Consistía básicamente en reducir el contingente de esclavos del ejército del califa y sustituirlo por mercenarios procedentes sobre todo del Norte de África, pero también de los reinos cristianos de la Península. Abí Amir comenzó a trasladar grandes contingentes de beréberes a al-Ándalus; muchos de ellos llegaron a las órdenes de sus propios caídes; tribus enteras cruzaron el Estrecho y fueron establecidas en distintos lugares; muchos de estos beréberes fueron afincados en la misma Córdoba. De esta manera Abí Amir consiguió que aquel enorme ejército de mercenarios le fuera fiel a él exclusivamente, tomando las funciones del patrón y comportándose los beréberes como una clientela militar.
Con aquel ejército emprendió desde 977 un programa de campañas militares contra los cristianos del Norte de la Península Ibérica. Hasta el día de su muerte en 1002 llevó a cabo al menos dos campañas militares todos los años, una en primavera y otra en otoño, e incluso más, como ocurrió en el año 981, en el que hizo cinco expediciones a los reinos cristianos del Norte. Aquel año, tras regresar victorioso a Córdoba adoptó el título de al-Mansur, “El Victorioso”.
Gracias a aquellas campañas militares se cubrió de prestigio ante el pueblo de Córdoba; no solo había declarado la guerra santa, como antes lo hiciese Abd al-Rahmán III, sino que la llevó a efecto de forma radical; acabó de un solo golpe con la política de pactos con los reinos del Norte e hizo la guerra a los cristianos sin descanso. Tal fue su agresividad que a finales del Siglo X muchos creían en Europa que al-Mansur era el anticristo al que se referían las profecías milenaristas. Pero Abí Amir al-Mansur era ante todo un hombre práctico; aquellas victorias levantaban el entusiasmo de la gente y le proporcionaban un carisma que atraía la adhesión de todos.
Por otra parte, aquellas campañas de saqueo le proporcionaban un enorme botín, gracias al cual podía financiar el mantenimiento permanente de un ejército tan grande, y los recursos necesarios para otorgar todo tipo de beneficios a sus partidarios.
En 977, año de la primera campaña contra los cristianos estableció una alianza con el afamado general Galib, que había sido nombrado comandante de los ejércitos de la frontera del Norte; este fue el primer paso para socavar el poder del hayib Yapar al-Mushafi, que controlaba los resortes del Estado durante la niñez de Hixam II. Tras las dos campañas de saqueo del año 977 contra Salamanca, Abí Amir consiguió que el joven y manipulado Hixam le nombrase jefe de la guardia de Córdoba, puesto que desempeñaba un hijo de al-Mushafi. Con este acto Abí Amir se situó contra el hayib a banderas desplegadas; del enfrentamiento entre ambos saldría vencedor Amir.
Para reforzar sus alianzas Abí Amir desposó en 978 a una hija de Galib; al poco, éste último fue nombrado hayib y al Mushafi fue destituido y encarcelado. A finales de aquel año, y ante las fundadas sospechas de un complot de los omeyas para asesinar a Hixam II, Abí Amir llevó a cabo una terrible represión contra los miembros de la familia del califa y los puso bajo una estrecha vigilancia.
El último obstáculo que se interponía entre Abí Amir y el poder absoluto era su suegro el general Galib. En 980 ambos se enfrentaron militarmente; en 981 Galib se alió con castellanos y navarros y derrotó a Abí Amir, pero a principios del verano de aquel año Galib, octogenario, falleció de muerte natural, dejando en manos de Abí Amir todo el poder del Estado de los omeyas. Ese mismo año, como hemos dicho anteriormente, adoptó el título de al-Mansur.
Desde 981 Hixam II solo fue una marioneta en manos de al-Mansur; incluso llegó a prohibirle que saliese de Madinat al-Zahra; solo le era necesario para mantener la ficción de que los omeyas gobernaban al-Ándalus. En 979 comenzó a construir un complejo palacial al Este de la ciudad de Córdoba al que llamó Madinat al-Zahira; allí trasladó todos los organismos de la burocracia estatal, quedando Madinat al-Zahra como mera residencia del califa y su harén, vaciada totalmente de cualquier función política. La nueva ciudad palacial superaba en lujo y superficie a Madinat al-Zahra, en ella residían todos los altos funcionarios y la guardia beréber de al-Mansur; desgraciadamente, de ella no han quedado ni los cimientos, tal fue la destrucción que sufrió en 1009. Paralelamente al-Mansur reconstruyó el grupo de los fatás, convirtiéndolos en clientes suyos. Estos esclavos le eran imprescindibles, pues componían el cuerpo de funcionarios más eficiente de al-Ándalus.
Empeñado en atraerse la simpatía de todos los sectores sociales de Córdoba hizo todo lo posible por exhibir un inequívoco fervor religioso, no solo practicando sin cesar la guerra santa, sino agradando en todo lo posible a la escuela religiosa de los malikíes, mayoritaria en al-ándalus; para demostrar su ortodoxia no dudó en llevar a cabo una exhaustiva purga en la inmensa biblioteca de Al-Hakam II. Siempre quiso que todos le viesen como un hombre piadoso, y la manifestación más evidente de ello fue la gran ampliación de la Mezquita aljama de Córdoba.
La época de al-Mansur supuso un reforzamiento de la presencia andalusí en el Magreb; ejerció un control absoluto sobre las rutas del tráfico del oro por las vías transaharianas que confluían en Sijilmasa. Para ello contó con la fidelidad de varias tribus beréberes, sobre todo de los zanata y los magrawa. Cuando tuvo todo el poder en sus manos, continuó engrosando su ejército de mercenarios con estos beréberes; en los últimos años del Siglo X la migración fue altísima; uno de ellos, Zirí Ibn Atiyya, de los magrawa, fue nombrado visir.
Sin embargo, en Córdoba, esta llegada masiva de beréberes no se veía con entusiasmo. Ibn Hayyán dice lo siguiente al respecto:

“Los siguió colmando de bienes, pues se sirvió de ellos en provecho propio al apoderarse del mando, los elevó sobre las restantes categorías de sus ejércitos, los convirtió en fuerza personal suya y se hundió con ellos en las tinieblas mientras vivió.”

No cabe duda de que el rechazo a los beréberes no dejó de crecer en al-Ándalus en aquel tiempo; sobre todo porque el mantenimiento de un ejército tan grande y la actividad constructora de al-Mansur suponía unos gastos que solamente se podían financiar con una importante subida de los impuestos. Para agravar el asunto, estos impuestos eran cobrados a menudo por los soldados beréberes, lo que aumentaba el resentimiento hacia ellos. Además, al-Mansur, como dice Ibn Hayyán, les colmó de bienes, es decir, les proporcionó casas, tierras, cargos, privilegios y rentas, lo que desató la sensación de sometimiento entre los cordobeses.
Los gastos de al-Mansur eran cuantiosos; la construcción de Madinat al-Zahira fue costosísima, otro tanto lo fue la ampliación de la Mezquita (988). Aunque sus campañas contra los cristianos le proporcionasen un gran botín y les acabase sometiendo a tributo a todos ellos, no eran suficientes los recursos y el aumento de los impuestos sobre una parte importante de la población comenzó a generar malestar.
Aunque llevó a cabo importantes campañas militares como la de 985, durante la cual saqueó Barcelona y los monasterios de Sant Cugat del Vallés y Sant Pere de les Puelles, o la del 997, en la que saqueó Santiago de Compostela, siempre fue consciente de que el Estado cordobés tenía como frontera del Norte el río Duero, y que lo más que se podía obtener de los reinos cristianos era cobrarles un tributo anual y tenerlos amedrentados realizando constantes campañas de saqueo. Durante el dominio de al-Mansur el Estado cordobés se convirtió en un Estado absolutamente militarista, que necesitaba para su mantenimiento del reclutamiento constante de mercenarios.
En la campaña militar de 1002 al-Mansur murió en el alcázar de Medinaceli y tomó las riendas del Estado su hijo Abd al-Malik, quien fue inmediatamente reconocido por el califa Hixam II, recluido en Madinat al-Zahra. El poder cambió de manos sin turbulencias, pero el régimen carecía de legitimidad. Al-Mansur siempre lo tuvo en cuenta y actuó tras la ficción de que era Hixam II quien gobernaba. Jamás se atrevió a proclamarse califa, pues sabía que eso no lo iban a permitir los cordobeses; tanto los aristócratas árabes y sirios como los muladíes solo aceptarían a la legítima familia de los omeyas, porque aquel Estado se había construido en virtud de un pacto de fidelidad, precario, con aquel linaje; los omeyas garantizaban la estabilidad del sistema y los beneficiados por el sistema mantenían a los omeyas; he aquí la obra política de aquella dinastía.
Pero como ya he dicho en varias ocasiones a lo largo de estos comentarios, aquel régimen tenia lo pies de barro y bastaba para que uno de los endebles pilares sobre los que se sustentaba cediera para que todo se viniese abajo. Y eso fue lo que ocurrió al quedar vinculado el poder exclusivamente al ejército de mercenarios.
Se ha dicho a menudo que al-Mansur fue el responsable de la catástrofe de aquel Estado, pero esto no es totalmente cierto. Al-Mansur, hombre inteligente y decidido, se aprovechó de las circunstancias; aquella sociedad estaba dividida en estamentos hostiles entre sí, las diferencias raciales y religiosas eran insalvables. Es posible que sin al-Mansur aquella sociedad hubiera sobrevivido unas décadas más, pero esto son especulaciones, lo cierto es que se derrumbó en 1031 tras años de luchas civiles, golpes de Estado y abrumada por la demagogia, y el odio de clase.

No hablaré aquí de los acontecimientos posteriores a 1002, para ello sería necesario comenzar un artículo aparte. Solo quiero decir que a partir de 1031 comenzó una nueva etapa de la Historia de la Península Ibérica que desembocó en el nacimiento de la nación española varios siglos después.

martes, 1 de diciembre de 2015

LOS OMEYAS. III

En la entrada anterior de esta serie hicimos una breve exposición sobre la forma en que se organizó social y políticamente el Estado de los omeyas; pudimos ver la manera en que el emirato soportó constantes sublevaciones y cómo estuvo a punto de desaparecer a finales del Siglo IX. Con la llegada de Abd al-Rahmán III al poder la situación dio un giro y al-Ándalus gozó de más de setenta años de tranquilidad interior y de una prosperidad que se ha convertido en un mito contemporáneo.
La época de Abd al Rahmán III (912-961) fue, sin ninguna duda, de gran prosperidad y bonanza económica. Como pusimos de relieve anteriormente, los primeros años de su gobierno fueron difíciles, pues hubo de someter a los numerosos señores territoriales que acaudillaban a los rebeldes muladíes, en especial a Ibn Hafsún, que estuvo a punto de acabar con el Estado cordobés. Pero a partir de 929, apaciguado todo al-Ándalus, comenzó una larga etapa en la que el Estado se afianzó y los omeyas cordobeses se convirtieron en dueños de uno de los imperios más ricos de su época.
En Enero de 929 Abd al Rahmán III adoptó el título califal y el sobrenombre honorífico de al-Nasir li-din Allah (El que combate victoriosamente por la religión de Dios). Este sobrenombre es toda una declaración de intenciones; la religión adopta un papel central a partir de este momento en el Estado de los omeyas, cuya principal misión es combatir a los infieles y a quienes se desvían del camino recto. Como veremos más adelante, se trataba solamente de propaganda para justificar el poder absoluto de los omeyas. La proclamación del Califato era, además, un reflejo de lo que estaba sucediendo en el Magreb, donde desde principios del Siglo X la secta fatimí había fundado su propio califato, ejerciendo un control sobre las rutas caravaneras del Norte de África, muy importantes para el comercio andalusí. El resultado fue que a partir de 929 en el mundo islámico había tres califatos, el Abbasí de Bagdad, el Fatimí del Norte de África y el Omeya de al-Ándalus.
La estabilidad del Califato Omeya se debió en buena parte a la consolidación de las estructuras estatales. Abd al-Rahmán III prescindió cada vez más de las clientelas árabes y sirias para ocupar los cargos de la administración palatina; en su lugar recurrió a los servicios de esclavos del Norte y el Este de Europa (fatás), muchos de ellos eunucos. Estos esclavos, mediante el control de los órganos del Estado, acabaron acumulando un enorme poder y despertaron el resentimiento de las familias de la aristocracia árabe.
En los asuntos militares el Califato de Córdoba siguió por el mismo camino que la administración civil, y quizás lo hizo de forma más radical. Abd al-Rahmán III convocó cada vez menos al yund (ejército) árabe, milicia aristocrática poco efectiva y de intereses muy particulares; en su lugar contrató a un gran ejército de mercenarios, muchos de ellos cristianos del Norte de la Península, y aumentó considerablemente la guardia del palacio, formada por un ejército de soldados de elite, esclavos todos ellos, que habían sido comprados en los mercados del Centro de Europa siendo muy jóvenes, y habían sido educados para la guerra y en la fidelidad al califa. En los tiempos de Al-Hakam II este ejercito de mercenarios y esclavos de Europa fue siendo sustituido por beréberes, como consecuencia de la expansión del Califato por el Norte de África y estrategia política y militar de al-Mansur.
A pesar de lo dicho anteriormente, los omeyas nunca abandonaron a sus clientelas tradicionales, bien al contrario, procuraron adoptar otras nuevas. Este es uno de los fenómenos peculiares de la política interna de Abd al-Rahmán III, intentó atraerse a los señores y líderes rebeldes muladíes contra los que había luchado. Sobre este asunto nos cuenta al-Jusani que cuando el cadí Aslam Ibn Abd al-Aziz iba a proceder judicialmente contra uno de aquellos, recibió desde las alturas la siguiente recomendación:

“ A estos señores que hablan romance, los cuales solamente se han rendido o capitulado mediante pacto, no se les debe tratar con desdén.”

Se sugería a Aslam Ibn Abd al-Aziz que no continuase el proceso incoado.
De lo que no cabe la menor duda es de que Abd al Rahmán III estuvo firmemente decidido a ejercer un control absoluto sobre todos los resortes del gobierno, y para ello decidió centralizar todos los órganos administrativos y apartarlos de la influencia de las familias aristocráticas árabes; por esta razón construyó la ciudad palacial de Madinat al-Zahra. Este conjunto palacial fue fundado en 936 al pie de la sierra cordobesa, y a ella fue transportado el tesoro, los departamentos administrativos, la prisión, los almacenes y los aprovisionamientos. Además, Madinat al-Zahra era un auténtico alcazar reducto, construido por Abd al-Rahmán  al no sentirse seguro en la capital; inquietud y desconfianza que se pondrían de manifiesto en las propias fortificaciones de al-Zahra.

                       Madinat al-Zahra.

Esta política de expansión y centralización administrativa y de grandes construcciones tuvo como consecuencia una expansión fiscal desconocida en la Europa Occidental de aquellos tiempos. Según Ibn Idari, las rentas del Estado andalusí en la época de al-Nasir se elevaban a 5.480.000 dinares; solo de sus dominios y de los mercados Abd al-Rahmán al-Nasir obtenía 765.000 dinares. La recaudación incluía las contribuciones y rentas, los impuestos territoriales, los diezmos, los arrendamientos, los peajes, la capitación, las tasas aduaneras y los derechos percibidos en las tiendas de los mercados urbanos.
Estos datos no deben hacernos creer que durante el Califato la presión fiscal fue agobiante para los habitantes de al-Ándalus. Es evidente que los grupos privilegiados de la aristocracia árabe veían incrementadas sus rentas sin pagar apenas tributos, mientras que muladíes y mozárabes soportaban el mayor peso fiscal; aún así el desarrollo económico de al-Ándalus durante el Siglo X fue tan grande que la mayoría mejoró su calidad de vida, sus recursos y su patrimonio; hecho que tuvo como consecuencia la adhesión de amplias capas de la sociedad a la familia de los omeyas, de ahí la paz interior que gozó el Estado durante más de 70 años.


Dirham acuñado en tiempos de Abd al-Rahmán III.          

Aún sí, aquella paz y aquel progreso siempre estaban pendientes de un hilo. En 937 Abd al-Rahmán III reunió a su ejército y lo dirigió contra Ibn Hashim, gobernador de Zaragoza que, considerando demasiado exigente al califa, le había jurado fidelidad a Ramiro II, rey de León, y se había puesto bajo su protección. Tras conquistar algunas fortalezas y plantarse ante Zaragoza, Abd al-Rahmán consiguió que Ibn Hashim volviese a la obediencia. Para rematar la campaña el califa hizo una incursión por tierras de Navarra, reino que, al menos de palabra, le juró fidelidad.
Pero todos estos acontecimientos hicieron recapacitar a Abd al-Rahmán. En principio porque era evidente que cualquier sublevación podía ser apoyada por los reinos cristianos de la Península. Además, el título de califa conllevaba en sí mismo el deber de hacer la guerra santa a los infieles, y era una afrenta que el rey de León no estuviese sometido al Califato. Por otra parte, aquellas tierras del Norte podían ser sometidas a tributos, lo que no era despreciable para una Estado con unos gastos tan elevados.
Considerando todo esto, Abd al-Rahmán creyó necesario someter por las armas a toda la Península Ibérica y cobrar tributos a todos sus señores y reyes. Así, en 939 reunió un formidable ejército, llamando a la guerra santa, y salió en busca de Ramiro II. Éste, por su parte, se coaligó con castellanos y navarros y fue al encuentro del ejército cordobés. La batalla tuvo lugar en Agosto de ese año en los alrededores de Simancas, donde Abd al-Rahmán sufrió una severa derrota.

                  El Pisuerga por Simancas.
Tras el desastre de Simancas, Abd al-Rahmán opta por un cambio radical en su política con respecto a los reinos cristianos de la Península; abandona las aspiraciones a someter totalmente aquellos territorios e inicia una estrategia basada en los pactos y en las intervenciones puntuales que le garantizaban una posición de arbitraje entre las querellas de los reyes y señores cristianos. Esta política le dio buenos resultados; en principio estableció una firme alianza en 940 con Sunyer, conde de Barcelona, y después, tras la muerte de Ramiro II en 950, recibió embajadas de leoneses, castellanos y navarros en Madinat al-Zahra. Esta situación se prolongaría en tiempos de Al-Hakam II, hasta que, coaligados de nuevo los cristianos asediaran en 975 la fortaleza de Gormaz, bastión fronterizo del Califato.

Castillo de Gormaz, (Soria).

Los tiempos de Abd al-Rahmán III fueron especialmente beneficiosos para la ciudad de Córdoba. La población aumentó considerablemente, hasta alcanzar la probable cifra de medio millón de habitantes. No prestando atención a las cifras de población, evidentemente infladas, que a menudo ofrece la incansable visión romántica, podemos decir sin miedo a equivocarnos que era la ciudad más grande de Occidente y una de las mayores del Mediterráneo. En la Medina habitaba una aristocracia árabe poseedora de extensas tierras y beneficiada con altas rentas y subsidios procedentes del tesoro del Estado, que es tanto como decir del tesoro personal del califa. En los barrios se había desarrollado una amplia clase media de comerciantes y artesanos. Los talleres cordobeses exportaban tejidos, joyas, cerámica, vidrios, bronces, marfiles y cueros. Otra de las actividades económicas que proporcionaban enormes recursos a Córdoba era lo que podríamos llamar “alta industria de la esclavitud”, consistente en educar a esclavos, y sobre todo esclavas, como músicos, cantores, danzantes, recitadores y poetas para revenderlos a un precio muchísimo más alto. La cultura se convirtió en un gran negocio en al-Ándalus durante el Siglo X, y continuó siéndolo durante el XI. De Oriente llegaban músicos y poetas, atraídos por el mecenazgo andalusí; en los palacios de la aristocracia árabe no faltaban filósofos que diesen un perfil intelectual a las reuniones festivas. Los libros eran apreciadísimos y se pagaban grandes sumas por los ejemplares raros.

Mezquita de Córdoba, Río Guadalquivir y red urbana.

El comercio fue otra gran fuente de ingresos para el Estado de los omeyas; sobre todo el que se practicaba a través de las rutas caravaneras que cruzaban el Sahara de Norte a Sur. De allí provenían productos exóticos como el marfil y el ébano, pero sobre todo el oro de la región subsahariana.
Un Estado tan ávido de recursos como el de los omeyas dio prioridad al control de aquellas rutas comerciales, a pesar de la secuencia inacabable de conflictos que aquello supuso. El principal rival en el control de aquellas rutas fue el Califato Fatimí. Las tribus norteafricanas se alinearon en uno u otro bando; los zanata se pusieron de parte del Califato Omeya, mientras que los sinhaya lo hicieron del Califato Fatimí. En fecha tan temprana como 927, Abd al Rahmán III ocupó Ceuta y Melilla, y en 944 prestó apoyo al rebelde Abú Yazid Majlad, que sitió al-Mahdiyya, capital fatimí. En 951 todo el Magreb Occidental estaba del lado de los omeyas, incluido el caravansar de Siyilmansa.

                        Siyilmansa, actual Reino de Marruecos.

Al-Hakam II continuó con la política de intervención en el Magreb y gastó muchos más recursos en ello. Las numerosas campañas militares que hizo el Estado Omeya en aquellas tierras fueron dirigidas por el general Galib, que contrató a miles de mercenarios beréberes y sobornó a los jefes magrebíes ofreciéndoles cargos y rentas en Córdoba. Al-Hakam II no dudó ni un instante en mantener este esfuerzo económico y militar que aseguraba el control del comercio de las rutas saharianas. En los últimos años de su gobierno se vio obligado a aumentar de forma considerable la presión fiscal sobre todos los habitantes de al-Ándalus por causa de la necesidad de obtener recursos económicos que financiasen a un enorme ejército en campaña permanente. Los tiempos de Abd al-Rahmán III se alejaban de una forma imperceptible y comenzaba el malestar social, pues para los cordobeses era una afrenta ver a los esclavos (fatás) dirigir los asuntos del Estado, acumular riquezas y tratar con desdén a todo el mundo. Madinat al-Zahra era un nido de intrigas y muchos sabían que las decisiones importantes se tomaban en el haren, y que los eunucos, que desempeñaban altos cargos, obraban con entera libertad en el gobierno de al-Ándalus.

Madinat al-Zahra.

Todo lo que construyó Abd al-Rahmán III se fue desmoronando con su hijo Al-Hakam II, y esto ocurrió porque las bases no eran sólidas. Si analizamos las soluciones que el primer califa dio a los problemas que aquejaban al Estado, podremos comprobar que eran circunstanciales, meras componendas que funcionaron bien durante un tiempo, pero que después acarrearon conflictos mayores.
De esta forma, consiguió la adhesión de las familias aristocráticas árabes concediéndoles más privilegios y más rentas. Lo mismo hizo con los caudillos de los rebeldes muladíes; se los atrajo otorgándoles cargos y beneficios. Pero todo ello a cambio de nada, solo de su poco fiable apoyo.
Los problemas étnicos quedaron simplemente apaciguados por la bonanza económica; el resentimiento entre árabes y beréberes continuó, el desprecio entre descendientes de los conquistadores de 711 e indígenas también.
En el aspecto religioso se vio obligado a declarar la guerra santa y proclamar el deber de todo musulmán de combatir al infiel. No obstante, pronto debió de apaciguar la intensidad de esta propaganda, cuando se convenció de que era más conveniente pactar con los reinos cristianos que combatirlos.
Además, aumentó su aislamiento de los grupos sociales que lo mantenían en el poder, prescindiendo de ellos a la hora de organizar el ejército, compuesto en su inmensa mayoría por mercenarios. Se rodeó de una guardia compuesta por miles de esclavos, que en sí misma era ya un gran ejército. Finalmente, abandonó Córdoba y se recluyó en el gigantesco alcázar-ciudadela de Madinat al-Zahra.
Tuvo, eso sí, la prudencia de no abusar en exceso de la presión fiscal, a pesar de que el mantenimiento del aparato de Madinat al-Zahra era fabuloso.

En la próxima entrada de esta serie analizaré cómo aquel Estado mostró todas sus debilidades y se derrumbó finalmente, para no volver a levantarse jamás. 

viernes, 13 de noviembre de 2015

LOS OMEYAS. II

En la entrada anterior de esta serie expuse de forma breve una serie de ideas sobre los acontecimientos históricos que tuvieron lugar en la Península Ibérica entre 711 y 788. Vimos como hasta 755 se produjo una sucesión de luchas entre las diversas facciones musulmanas en un ambiente de ausencia de Estado, donde se imponía quien tuviese mayor capacidad militar. Esta secuencia de enfrentamientos se truncó con el audaz golpe de Abd al-Rahman I, que supo organizar unas amplias clientelas en torno a sí y un ejército compuesto en parte por mercenarios. Para conseguir los recursos económicos necesarios para mantener este sistema aumentó las cargas fiscales a los mozárabes y confiscó bienes y tierras a sus oponentes y a la antigua nobleza hispano-visigoda.
Sin embargo, la situación no se estabilizó de forma definitiva ni mucho menos; las revueltas y sublevaciones continuaron durante los siglos IX y X, alternando con cortos períodos de calma. Durante el emirato de Hixam I (788-796) sus hermanos, Sulaymán y Abd Allah, le disputaron el poder. Al-Hakam I (796-822) tuvo que hacer frente a revueltas en las marcas fronterizas del Norte y a una feroz sublevación en el Arrabal de Córdoba, por lo que recibió el sobrenombre de al-Rabadí. Abd al-Rahmán II (822-852) tuvo un gobierno más tranquilo en los asuntos internos, pero se vio obligado a hacer frente al movimiento de protesta de los cristianos (mozárabes) cordobeses. Durante el emirato de Muhammad I (852-886) estalló la violentísima sublevación de los muladíes de Ibn Hafsún, que se prolongó durante la época de Al-Mundir (886-888) y Abd-Allah (888-912), y que no fue sofocada hasta finales de 928, en tiempos de Abd al –Rahmán III (912-961); al año siguiente, éste último se autoproclamaba califa.
Quizás el fenómeno social más importante del período que va desde 755 hasta mediados del Siglo X es la conversión masiva de cristianos al Islam. Esto ocurrió, entre otras razones, porque los omeyas aumentaron considerablemente los tributos (dimma) que debían pagar los cristianos. La forma más fácil de evadir este pago era hacerse musulmán, lo cual no era complicado, bastaba con hacer profesión de fe delante de dos testigos. Teniendo en cuenta que el Islam es una religión cuyos fundamentos son fáciles de comprender, los invasores del 711 carecían de profundos conocimientos religiosos, eran soldados de fortuna y los conceptos trascendentes no les ocupaban mucho. Por esa razón, tampoco se exigía demasiada formación religiosa a los nuevos conversos hispanos (mulah). Probablemente, quienes primero se convirtieron al Islam fueron algunas familias de la nobleza hispano-visigoda, quiénes, además, practicaron matrimonios mixtos con los invasores. Como ya hemos dicho, la gran masa de la población comenzó a islamizarse a partir de la llegada de Abd-al Rahmán I, como método de evasión fiscal. Por otra parte, el hecho de que los primeros emires omeyas se embarcaran en la construcción de una administración del Estado, que antes no existía, fue otro elemento que fomentó la apostasía, pues durante los emiratos de Abd-al Rahmán I y Hixam I solo los musulmanes tenían acceso a los cargos administrativos y al servicio de palacio. No obstante, Al-Hakam I cambió de conducta y permitió el acceso a la función administrativa a los cristianos (mozárabes), sobre todo porque llegó al convencimiento de que no podía confiar completamente en los árabes, que atendían más a los deberes e intereses del linaje que a los del servicio al emir y al Estado.
Los cristianos que desempeñaban cargos administrativos fueron pronto considerados como colaboracionistas por aquellos otros que consideraban a los musulmanes como invasores e infieles faltos de legitimidad. Este último fenómeno fue creciendo desde la llegada de Abd-al-Rahmán I, pues anteriormente el hecho religioso se mantuvo en segundo plano. Un ejemplo más que evidente de la importancia que adquirieron los cristianos en el servicio palatino es el caso de que Al-Hakam, temeroso de las conjuras de los altos funcionarios cordobeses, formó una guardia personal, constituida por los jurs (silenciosos), llamados así porque no hablaban árabe, procedentes de los reinos cristianos y de tierras aún más lejanas; todos ellos estaban bajo el mando de Rabí, el comes (jefe de los cristianos) que dirigía la comunidad mozárabe en aquel tiempo. Este mismo Rabí recibió la orden de Al-Hakam I de reprimir la revuelta del Arrabal cordobés.
Se puede decir que a mediados del Siglo IX grandes sectores de la población eran muladíes, sobre todo en el Sur y el Este de la Península, donde las conversiones habían sido masivas. En la Meseta y en la zona Occidental abundaban mucho los mozárabes; la ciudad de al-Ándalus donde estos eran más numerosos era Toledo. En Córdoba también había muchos cristianos y no está probado que viviesen en barrios aparte de los muladíes; sí parece cierto que ninguno de ellos vivía en la medina, la zona noble de la ciudad.

                        Mozárabes.

Los cristianos, aparte de estar obligados a pagar la dimma, cada vez más onerosa, habían sufrido numerosas confiscaciones. A este respecto, Ibn al-Qutiya en Tarij ifti-tah al-Andalus, “Historia de la conquista de al-Andalus” afirma que el hecho central que marcó los sucesos del año 711 fue el pacto que hicieron los hijos de Witiza con los conquistadores, representados primero por Tarik, y después por Musa. Este acuerdo les habría permitido disfrutar de unas posesiones muy numerosas. Ibn al-Qutiya era descendiente de Witiza a través de una nieta del rey visigodo, Sara, casada con un miembro del ejército conquistador, que dio lugar a la poderosa familia sevillana de los Banu Hayyay, clan que protagonizó a finales del Siglo IX y comienzos del X una seria revuelta contra los omeyas cordobeses.
Esta situación en la que se encontraban los cristianos les impulsó a colaborar con los omeyas o a convertirse al Islam, pasando a ser muladíes. El problema era que los gastos de la hacienda cordobesa aumentaban de forma imparable y había que aumentar la presión fiscal de forma constante. Como los tributos de la dimma no eran suficientes fue necesario aumentar los impuestos a los muladíes, sobre todo a los de las provincias (coras), con el resultado de que el Estado Omeya se estaba convirtiendo en un imperio que exprimía a los habitantes de las provincias; este es el contexto que hizo estallar la sublevación de de Ibn Hafsún en 880, que estuvo a punto de derribar a los omeyas un siglo antes de su caída definitiva en 1031.

                           Dirham de Al-Hakam II.
Uno de los capítulos que causaba más gastos al tesoro del emir era el mantenimiento de una administración cada vez más extensa y compleja. Abd-al-Rahman II fue quién llevó a cabo una expansión administrativa en profundidad; para ello se inspiró en el aparato burocrático de los califas abbasíes. Organizó un cuerpo de visires, dirigidos por el hayib, una especie de jefe de gobierno. En Córdoba nombró un inspector de mercado, el Sabih al-Suq, y un jefe de policía, el Sahib al-Madina.
Los cargos palatinos fueron ocupados en un principio por clientes omeyas, sirios o árabes en general; todos ellos poseedores de tierras y beneficiados con rentas, subsidios y toda clase de privilegios. A partir de Al-Hakam I los cargos administrativos fueron pasando a manos de muladíes, judíos y cristianos. Sin embargo, los omeyas jamás intentaron prescindir de las clientelas árabes y sirias, sus patrimonios agrarios fueron respetados y sus rentas incrementadas a costa del erario palatino; todo ello a pesar de que la desconfianza de los emires hacia estas familias fuese aumentando con el tiempo. En el fondo estaba la cuestión de que los omeyas consideraban que la más sólida base de su poder descansaba en el apoyo de estos linajes, muy extensos además, como consecuencia de la práctica de la poligamia.
Otro capítulo que generaba un enorme gasto al Estado era el mantenimiento del ejército. El antiguo yund (ejército) árabe y sirio ya demostró su ineficacia cuando Abd-al-Rahmán I tomó el poder; para vencer a sus oponentes hubo de contratar mercenarios beréberes del Norte de África. Al-Hakam I dio un paso más y creó la guardia personal de los jurs (silenciosos), compuesta por mercenarios cristianos. Abd-al Rahmán II incrementó notablemente el número de mercenarios de la guardia y, tras la invasión de los normandos del año 844, ordenó que se construyese una flota de guerra, según nos narra Ibn al-Qutiyya:

“Ordenó que se construyese una atarazana en Sevilla y que se fabricasen barcos; se preparó la fábrica, reclutando hombres de mar de las costas de al-Ándalus, a quienes dio buenos sueldos y proveyó de instrumentos o máquinas para arrojar betún ardiendo. De este modo, cuando los normandos hicieron la segunda incursión en el año 244 (858/859) en tiempos del emir Muhammad, se les salió al encuentro en la embocadura del río (Guadalquivir) y se les puso en fuga; les quemaron algunas naves y se marcharon.”

La madera necesaria para construir esta flota se extrajo de los gigantescos bosques de la Sierra de Segura.
Otra partida que suponía un alto coste para el tesoro era el lujo necesario de la vida en palacio, sobre todo porque suponía la importación de productos muy caros traídos de Oriente. Según Ibn Hayyan, la renta anual del Estado en tiempos de Al-Hakam I era de 600.000 dinares, que ascendieron a un millón  en la época de su sucesor.
Tales necesidades financieras exigían un aumento constante de la presión fiscal, que recaía casi exclusivamente sobre cristianos, judíos y muladíes. El aumento de los impuestos se notó sobre todo en las provincias (coras) del Sur de al-Ándalus. Las marcas fronterizas del Norte estaban gobernadas por antiguas familias hispano-visigodas que se habían convertido al Islam poco después del 711. Estos walíes actuaban de una forma muy independiente y los habitantes de aquellos territorios soportaban menos exigencias del Estado cordobés. Sin embargo, todo el Sur y el Levante soportaban tantas cargas que la sublevación estalló en tiempos de Muhammad I. Los sublevados fueron en general muladíes y cristianos, pero también aprovecharon la debilidad del Estado las familias árabes y beréberes, que solo cuidaban de sus intereses tribales.
En los años 873-874 las malas cosechas provocaron una crisis de subsistencia; sin embargo, Muhammad I se empeñó en cobrar el diezmo, para lo cual depuso al prudente gobernador que se negaba a hacerlo y nombró en su lugar a Hamrun Ibn Basil, quien cobró el diezmo violando los domicilios, apaleando y ahorcando a los cordobeses resistentes al fisco.
Desde el año 874 existía un ambiente de revuelta en todo al-Ándalus, y en 878 estallaron los disturbios en Málaga, Algeciras y Ronda. En 880 comenzó a alcanzar fama Umar Ibn Hafsún, un muladí que se había sublevado en la Ajarquía malagueña. Llevando a cabo actos de bandolerismo desde su base del castillo de Bobastro (Colmenar), Ibn Hafsún se hizo dueño de las montañas circundantes.

                        Ruínas del castillo de Bobastro.

Durante el breve emirato de Al-Mundir (886-888), Ibn Hafsún consolidó su poder y amplió su radio de actuación, llegando hasta los alrededores de Priego, Jaén y Lucena. Ibn Idari nos ha transmitido uno de los discursos que Ibn Hafsún lanzó a sus seguidores:

“Desde hace demasiado tiempo habéis debido soportar el yugo del emir, que os quita vuestros bienes y os cobra impuestos aplastantes, mientras que los árabes os llenan de humillaciones y os tratan como esclavos. Yo no quiero sino haceros justicia y sacaros de la esclavitud.”
Entre 888 y 912 la revuelta muladí estalló en al-Ándalus, convirtiendo el país en un mosaico de señoríos independientes de los omeyas. Hubo un momento en que el emir Abd Allah apenas controlaba la campiña cordobesa. El emir hubo de hacer grandes concesiones a los señores autónomos, mientras el poder central se debilitaba cada vez más.
Ibn Hafsún tenía sus propios proyectos y comenzó a establecer relaciones diplomáticas; entre ellas estuvo el matrimonio de su hijo con una hija de Ibn al-Saliya, rebelde muladí del Sur de Jaén, y el intento de casar a su hija con el hijo de Ibrahim Ibn Hayyay, señor de Sevilla.
El emir Abd Allah intentó comprarlo, nombrándolo gobernador de la cora de Rayya (Archidona-Málaga), pero el muladí volvió a la disidencia. Ibn Hafsún era el dueño de una franja que iba desde Algeciras a Murcia.
Los años 890 y 891 fueron los peores para el Estado Omeya, pues la caballería de Ibn Hafsún merodeaba el arrabal cordobés de Saqunda. Fue entonces cuando Ibn Hafsún se convirtió al cristianismo. Éste acto demuestra por un lado la convergencia de intereses entre muladíes y mozárabes, y por otro la intención del rebelde de atraerse a los numerosos mozárabes que habitaban en Lusitania, la Meseta Sur y el Valle del Ebro. En aquel momento el Estado Omeya estuvo a punto de derrumbarse, pero entonces las familias árabes comprendieron que el fin del emirato cordobés significaba también el fin de sus privilegios. En Córdoba se tomó la decisión de combatir sin tregua a los muladíes sublevados y por primera vez se utilizó la religión en al-Ándalus como arma política y militar; se acusó a los muladíes de ser falsos musulmanes y se declaró la lucha contra ellos como yihad (guerra santa). Así sobrevivieron los omeyas a su más que probable desaparición.
En 912 fue proclamado emir Abd al-Rahmán III, y no esperó para continuar la guerra contra los sublevados. En 913 conquistó Écija y después las coras de Yayyán (Jaén) e Ilbira (Granada); al poco sometió las Alpujarras. Entre 914 y 917 realizó expediciones contra la Ajarquía malagueña; en este último año murió Ibn Hafsún y sus posesiones fueron repartidas entre sus cuatro hijos. En 919 asedió el castillo de Bobastro, base original de los rebeldes y en 922 llevó a cabo una gran campaña en la que arrasó las coras de Ilbira (Granada), Rayya (Archidona-Málaga), Takurunna (Ronda) y todo el Valle del Guadalquivir. En 923 volvió sobre Bobastro, saqueando la Ajarquía malagueña. Todavía tuvo que esperar a 928 para tomar Bobastro, último reducto de los sublevados.
En 929, año de la autoproclamación de Abd al-Rahmán III como califa, todos los focos de disidencia muladíes, mozárabes, árabes y beréberes reconocían la soberanía del Estado Omeya.
Los éxitos de Abd al-Rahmán III se debieron en buena parte a su capacidad para negociar; siempre ofreció condiciones ventajosas y cargos a aquellos señores rebeldes que optaron por deponer su actitud y jurarle fidelidad; a todos ellos los integró en el ejército cordobés.
Además, recurrió a los mercenarios, a menudo cristianos, a pesar de que aseguraba hacer la guerra santa. Fue él quien durante su etapa como califa nutrió su guardia con esclavos procedentes del Norte y el Este de Europa; algunos de estos esclavos fueron adquiridos para emplearlos en los cargos administrativos del palacio y en las tareas del harén; muchos de ellos, y los más caros, eran eunucos, y se les conocía con el nombre de fatás.

La Historia del Estado de los omeyas es la historia de la sublevación y la amenaza de revuelta constantes. Esto ocurrió en gran medida por ser aquella una sociedad fragmentada étnica, cultural y religiosamente; pero también fue responsable de aquella inestabilidad la propia estructura del régimen, basada en una clase dirigente cubierta de lujos y privilegios que vivía a costa de los tributos y obligaciones de la gran mayoría de la población. Aunque durante el período del Califato el ambiente general fue de tranquilidad, aquella mezcla de discriminación étnica, religiosa, económica y jurídica acabó haciendo saltar el sistema. A ello contribuyeron otros factores que analizaremos en la siguiente entrada de esta serie.

sábado, 31 de octubre de 2015

LOS OMEYAS. I

En 1031 toda Europa quedó atónita cuando se difundió la noticia de que el aparato político y militar que dominaba gran parte de la Península Ibérica desde la ciudad de Córdoba se había derrumbado.
Usaré una serie de palabras algo compleja para definir aquel Estado que desapareció en la primera mitad del Siglo XI porque, aunque cueste creerlo, no tenía nombre. Y esta cuestión tan extraña de que un Estado que duró dos siglos y medio no tuviera nombre es algo que ha influido hasta hoy en día en el concepto que siempre se ha tenido de aquel fenómeno histórico. Porque el nombre de al-Ándalus no se le puede aplicar, ya que éste es un concepto mitad geográfico, mitad cultural, pero no político. Al-Ándalus en un principio era como llamaban los norteafricanos a la Península Ibérica, pero con el tiempo pasó a significar como aquella porción de la Península gobernada por musulmanes, fuesen quienes fuesen.
Si lo denominamos Califato de Córdoba, solo hacemos referencia a una etapa, la segunda, que compone su Historia, pues la primera etapa se denomina Emirato Independiente de Córdoba. Si hablamos de dinastía Omeya, olvidamos que en los últimos años quien gobernó durante un período importantísimo fueron los amiríes, no los omeyas, aunque hubo un intento de restauración.
El simple hecho de que aquella gran potencia carezca de un nombre que la pueda definir adecuadamente ya es indicio de la situación cambiante y la enorme inseguridad en que vivió aquel Estado.
En los comentarios que voy a publicar sobre la Córdoba imperial islámica intentaré dejar claro que aquel Estado fracasó absolutamente, aunque tuvo sus momentos de esplendor, y que Córdoba fue durante aquel tiempo una ciudad imperial, al estilo de Constantinopla durante la Edad Media.
La desaparición de aquel Estado fue un golpe mortal para el Islam en la Península Ibérica y abrió la puerta a una alternativa de unidad, protagonizada en esta ocasión por los reinos cristianos.
En este primer comentario hablaré exclusivamente de la formación del Estado cordobés, de las causas que favorecieron su aparición, de los obstáculos que encontró en su nacimiento y de sus primeros momentos de vida.

Estrecho de Gibraltar.

La primera pregunta que debemos hacernos es ¿quiénes eran aquellos primeros invasores del año 711? Evidentemente soldados; pero hay que tener en cuenta algo muy importante, se trataba de soldados de fortuna; es decir, que la mayoría de ellos eran gentes que veían en el uso de las armas una forma de ganarse la vida y obtener riquezas. Sus capitanes eran ciertamente una serie de caudillos militares de origen árabe, que teóricamente dependían del califa de Damasco. Musa Ibn Nusayr era gobernador de la provincia de África y Tarik Ibn Ziyad su comandante; ambos estaban en sus cargos por voluntad del califa al-Walid, pero la lejanía de Damasco les hacía prácticamente independientes. Tanto es así, que en 713, cuando aún la conquista de la Península no estaba concluida, al-Walid amonestó a Musa por su proceder excesivamente autónomo.
Los que llegaron a la Península en 711 eran, por tanto, una aristocracia militar que buscaba victorias y riquezas y que actuaba de forma muy independiente. Como su número era reducido habían reclutado a la tropa entre los beréberes, la mayoría de ellos gente rústica a la que se le había prometido un abundante botín y un puesto en el paraíso. Aquellos beréberes de Tarik se habían convertido al Islam hacía pocos años, de la lengua árabe probablemente tenían un escaso manejo. Se habían unido a los capitanes árabes porque creían firmemente que junto a ellos prosperarían en todos los sentidos.
Musa envió a Tarik a la Península porque recibió una solicitud de parte de un grupo de nobles visigodos. Este partido estaba organizado en torno a los hijos del difunto rey Witiza. Éste había muerto en 710 y su hijo Agila alegaba ser el legítimo heredero de la Corona. Sin embargo, para su decepción, otro grupo nobiliario rival coronó a Roderico, conocido por nosotros como Rodrigo. Como la monarquía visigoda era electiva, los partidarios de Roderico vieron como un hecho legítimo la coronación de su candidato. Pero Roderico solo contaba con el apoyo de una parte de la nobleza; los hijos de Witiza y sus aliados conspiraron desde el primer momento contra él. Además, eran numerosos los nobles que buscaban desembarazarse de la autoridad real y actuar con plena libertad en sus respectivos dominios. Aquella nobleza levantisca esperaba de los soldados de Musa que venciesen a Roderico para que de nuevo volviese la pugna por instalar en el trono a un rey favorable a sus intereses, a cambio acordaron recompensarles adecuadamente.


                                     Moneda acuñada por el rey Witiza.


Tarik llegó a la Península en 711 con 7.000 beréberes, a los cuales se unieron poco después otros 5.000; Roderico les salió al encuentro a orillas del río Guadalete según unos, a orillas del Barbate según otros y a orillas del Guadarranque según otros. En la batalla murió Roderico y el ejército hispano-visigodo sufrió una gran derrota.
La misión de Tarik era entonces aniquilar a los partidarios de Roderico, para ello contaba con el apoyo de muchos nobles hispano-visigodos; entre los más destacados, los familiares de Witiza. Es en este justo momento cuando Tarik comprende que en toda la Península no existe un ejército que pueda oponérsele; es más, una parte importante de la nobleza peninsular desea que imponga orden, eso sí, preservando sus privilegios.
Desde Cádiz, Tarik se dirigió a Medina Sidonia, Morón y Sevilla. Esta última ciudad estableció un pacto con los musulmanes según el cual los sevillanos se comprometían a pagar un tributo y derruir parte de las murallas. Desde allí se dirigió a Toledo, donde se reunió con Musa, que había llegado a la Península con 18.000 soldados de refuerzo. Entre los recién llegados se encontraban numerosos aristócratas árabes y yemeníes, acompañados por sus clientelas.
La mayor parte de la nobleza hispano-visigoda capituló y estableció pactos con los musulmanes, sometiéndose a ellos a cambio de conservar sus bienes y sus privilegios. Las capitulaciones (sulh) fueron individuales, porque el Estado había desaparecido y solo los soldados musulmanes eran capaces de garantizar cierta estabilidad. Quienes se opusieron al dominio musulmán perdieron sus tierras, que pasaron a ser propiedad de la umma o comunidad musulmana en concepto de botín. Los que capitularon, llamados dimmíes, conservaron sus derechos, aunque debían pagar un tributo.
Es evidente que aquellos musulmanes de comienzos del Siglo VIII se comportaban como una clase militar que vivía principalmente de los tributos, ya que la mayor parte de las tierras permaneció al principio en manos de la nobleza hispano-visigoda. No tenían los conquistadores muchos deseos de que se produjeran conversiones masivas al Islam, ya que esto supondría una reducción drástica de la recaudación de impuestos.

                    Iglesia visigoda de San Pedro de La Nave, Zamora, siglo VII.

Desde un principio este grupo militar actuó con mucha independencia con respecto a Damasco, capital del Califato; prácticamente se limitó a solicitar del walí de África la ratificación de los gobernadores de al-Ándalus.
Pero el sistema era sumamente inestable, sobre todo porque desde el comienzo aquella clase militar estableció rígidas jerarquías dentro de ella misma; árabes y yemeníes se quedaron con las mejores tierras y la parte más rica del botín y entregaron a los beréberes las tierras yermas y frías de la Meseta. El reparto de tierras y bienes no se hizo conforme a ley islámica y cada uno tomó lo que pudo, sin reservarse la quinta parte (jums ) para el Califa y quedando para los beréberes lo peor. Sobre esto Ibn Hazm afirma lo siguiente:

“…en al-Andalus jamás se reservó el quinto ni dividió el botín, como lo hizo el profeta en los países que conquistó, ni los conquistadores se avinieron de buen grado a ello ni reconocieron el derecho de la comunidad de los musulmanes, como lo hizo en sus conquistas Umar; antes bien, la norma que en esta materia se practicó fue la de apropiarse cada cual de aquello que con sus manos tomó.”

               Moneda acuñada por Musa Ibn Nusayr.

De esta forma el descontento de los beréberes fue en aumento hasta que en 740 se sublevaron en el Magreb. De inmediato la rebelión se extendió por toda la Península, donde componían una tropa aguerrida. Los beréberes se organizaron en tres columnas; una se dirigió a Toledo, otra a Córdoba y la tercera al Estrecho. Siendo informado de estos hechos, Hixam, califa de Damasco, envió al Magreb un ejército (yund) compuesto por sirios vinculados estrechamente a los Omeyas; sin embargo, fueron derrotados por los beréberes. Una parte del ejército sirio al mando de Baly Ibn Bisr huyó hacia el Oeste, llegando a Ceuta.
Ocurrió entonces que el gobernador de al-Andalus, Abd al-Malik Ibn  Qatan, ante la amenaza de la rebelión bereber en la Península permitió que el yund sirio entrase en al-Andalus en el 741. Estas tropas derrotaron a los beréberes de la Península, pero después no mostraron interés ninguno en regresar a su país de origen ni volver a combatir en el norte de África, sino que decidieron quedarse, convirtiéndose en la fuerza militar dominante, instalando en el gobierno a su jefe Baly Ibn Bisr .
La aristocracia árabe que se había visto al borde de la catástrofe con los beréberes se negó después a que los sirios se asentaran, dando lugar a violentos enfrentamientos que sólo terminaron cuando el califa Hixam envió a Abu al-Jattar al-Kalbi como gobernador, a quien se atribuye la solución de permitir asentarse a los sirios, acabando las disputas con los árabes.
Los sirios se establecieron sólidamente y acordaron alianzas con la nobleza hispano-visigoda, mientras los árabes acabaron resignados ante la evidencia de que solo el yund sirio era capaz de mantener la inestable situación peninsular. Aquellos acuerdos promovidos por los intereses de las distintas partes permitieron un cierto clima de paz mientras el Califato Omeya de Damasco se desmoronaba; en 744 el califa al-Walid era asesinado.
Sin embargo, la ausencia de un verdadero Estado, es decir, de una organización política sólida, hizo que el sentimiento tribal (asabiyya) ocupase aquel vacío institucional y provocase de nuevo una serie de enfrentamientos, esta vez entre árabes del Norte (qaysíes) y yemeníes. Como consecuencia los qaysíes, apoyados por otros descontentos, se rebelaron contra el walí al-Jattar, lo derrotaron en batalla campal y colocaron en su puesto a Tuwaba Ibn Salama en 745. Fallecido éste, los árabes nombraron en 747 al que sería el último walí dependiente de Damasco, Yusuf al-Fihri.
La respuesta de los yemeníes no se hizo esperar, organizaron una gran coalición que se enfrentó a los qaysíes en 747 en la alquería de Saqunda, junto a las puertas de Córdoba.  Yusuf al-Fihri venció a los yemeníes en aquella batalla con el apoyo de el pueblo hispano-visigodo de la ciudad; las represalias fueron terribles y hubo muchas ejecuciones.
Al-Fihri comprendió que la organización tribal era el principal obstáculo para la construcción de un Estado andalusí, sobre todo teniendo en cuenta que la autoridad del Califato de Damasco se diluía cada día más. En 750 la familia de los abbasíes llevó a cabo una matanza de omeyas en la capital califal de Siria; muy pocos escaparon, entre ellos Abd al-Rahman ibn Marwan, que se refugió en el Magreb.
Cuando Abd al-Rahman supo que en al-Ándalus había un numeroso grupo de clientes de los omeyas que habían llegado allí con el yund sirio, se puso en contacto con ellos a través de sus agentes. Después mantuvo contactos con el walí al-Fihri y con al-Sumayl, líder de las tribus qaysíes, pero ambos se negaron a apoyarle. Entonces Abd al-Rahman dio un giro y buscó una alianza con los yemeníes.
En 755 Abd al-Rahman desembarcó en Almuñecar, ante lo cual al-Fihri y al-Sumayl intentaron negociar con él, ofreciéndole bienes y propiedades. Fracasada la negociación,  Abd al-Rahman llamó en su apoyo los clientes omeyas, a los yemeníes y a los beréberes; posteriormente se enfrentó con al-Fihri en Al-Musara, cerca de Córdoba, donde obtuvo la victoria. Tras entrar en Córdoba fue proclamado emir de al-Ándalus.
No obstante, Abd al-Rahman I se enfrentaba ahora al mismo problema al que se enfrentó al-Fihri poco antes: la construcción de un Estado en al-Ándalus. Para alcanzar este objetivo debía romper la organización tribal que tantos enfrentamientos había provocado entre los conquistadores musulmanes. La primera sublevación a la que hubo de enfrentarse fue a la de sus propios aliados, los yemeníes. Después se vio obligado a reprimir a los partidarios de al-Fihri que todavía quedaban y que se mantuvieron hasta 765. A estos últimos se les unieron los beréberes, incansables revoltosos.
Desde luego que  Abd al-Rahman I contó con numerosos apoyos; entre ellos quizás el más importante el del yund sirio. También le apoyaron nutridos grupos de omeyas, que se apresuraron a entrar en la Península Ibérica en este momento y que formaron una extensa clientela que acabaría siendo el grupo privilegiado y dirigente de al-Ándalus durante los siglos IX y X. Estos omeyas de la tribu de Marwan obtuvieron pensiones, tierras y exenciones fiscales, ocupando junto al soberano y sus parientes más próximos el escalón más alto de la jerarquía social y palatina de Córdoba.
Otra necesidad de Abd al-Rahman I era organizar un ejército andalusí desvinculado de la organización tribal, para ello reclutó a 40.000 beréberes norteafricanos y esclavos de Europa Meridional. Las crónicas de los Ajbar Maymua resumen así la política de Abd al-Rahman I:

“Se rodeó entonces de una guardia de clientes, y reunió en torno a sí a los Banu Omeya de Córdoba, que tenían allí familias espléndidas y ricas, así como numerosos beréberes y otras gentes.”

Para recompensar a estas numerosas clientelas y pagar el ejército de mercenarios Abd al-Rahman I se vio obligado a aumentar considerablemente la recaudación fiscal; esto lo hizo básicamente a costa de los cristianos. Como ejemplo, obligó en 758 a los mozárabes de Qastiliya (Ilbira) a pagar 10.000 onzas de oro, 10.000 libras de plata, 10.000 cabezas de caballos y mulos y 1.000 equipos militares compuestos de armadura, casco y lanza.
Por otra parte confiscó los bienes de muchos nobles hispano-visigodos, violando los pactos del 711. Incautó los bienes de los descendientes del conde Teodomiro y los de los hijos de Witiza.
En 785, tras comprar la basílica de San Vicente a los mozárabes de Córdoba, la hizo derruir y en el solar comenzó a construir la mezquita aljama de Córdoba. Por esas mismas fechas construyó el Alcázar de Córdoba frente a la mezquita y el río, en el mismo lugar  que ocupaban las antiguas dependencias administrativas del gobierno visigodo y de los antiguos walíes.

                        Puerta de San Esteban de la Mezquita de Córdoba. Época de Abd al-Ranmán I.
Como hemos podido comprobar, entre 711 y 755 la Península Ibérica se vio sometida alternativamente a luchas de facciones y sus consecuentes pactos con un fondo político e institucional caracterizado por la ausencia del Estado. Fueron los grupos armados los que impusieron en cada momento su voluntad, ya fuesen árabes, yemeníes, sirios o beréberes. La nobleza hispano-visigoda acabó pagando caro su egoísmo y falta de visión, pues perdió los privilegios y bienes que intentaba salvaguardar y terminó desapareciendo a la postre.
Los omeyas apuntalaron su poder rodeándose de una clientela privilegiada, a la que había que recompensar constantemente por su fidelidad. El control de los territorios se basaba al fin en el mantenimiento de un costoso ejército de mercenarios y esclavos. Aquel Estado, por tanto, carecía de sólidos cimientos, y toda su Historia es la de la perpetua amenaza de sublevación.

En la siguiente entrada de esta serie veremos como evolucionó el Estado Omeya, en una huída hacia adelante sin interrupción.   

domingo, 11 de octubre de 2015

UNA AVENTURA AFRICANA.

Desde la Revolución Francesa y hasta el fin de la Primera Guerra Mundial es un hecho evidente que los militares durante este período participaron muy activamente en la política de los Estados europeos. Cualquiera podría hacer la siguiente pregunta: ¿y cuándo los militares no han participado en política? Desde luego que siempre. En todas las épocas los jefes militares han tomado parte en las decisiones políticas o han tomado todo el poder político en sus manos. Sin embargo, desde principios del Siglo XIX se observa un cambio importante en la relación del estamento militar con el poder político.
Antes de la Revolución Francesa el soldado era fundamentalmente un guerrero que combatía como mercenario o por fidelidad a un jefe militar, el cual, algunas veces era un rey, otras veces era un rebelde. La razón de ser del soldado en aquel tiempo era simplemente la guerra, el ejercicio de las armas; la guerra existía como un hecho natural y por ello existía el soldado.
A partir de la Revolución Francesa, como hemos dicho, se produce un cambio importante; el militar pasa a ser un funcionario del Estado, es decir, un servidor del Estado, y por tanto, del pueblo soberano. Su razón principal no es la guerra en sí misma, sino el servicio al Estado. Pero no se trata de un servidor común, ya que el servicio que presta conlleva arriesgar la propia vida.
Al formar parte del aparato del Estado, el militar contemporáneo se considera a sí mismo elemento fundamental de la actividad política. El servicio que presta es arriesgado y de gran importancia, pues consiste en defender a la nación; de ahí que se considere legitimado para intervenir en las decisiones políticas necesarias para asegurar el bien del Estado y del pueblo. De esta forma pasa, imperceptiblemente, de ser un servidor a ser guía del Estado.
El ejército que surge de la Revolución Francesa es, por tanto, muy diferente al anterior. La tropa no está compuesta por soldados profesionales, sino por una milicia ciudadana. En teoría, todo ciudadano estaba obligado a prestar un servicio de armas a la nación; si el pueblo es soberano, también debe asumir la responsabilidad, y el honor, de defenderse a sí mismo. Esta milicia ciudadana otorga una enorme influencia social y política a los mandos militares, profesionales y funcionarios del Estado a la vez. Lo que se denominaba el militar de carrera, quedó situado en una altísima posición social, mucho más elevada de lo que le correspondería a su nivel de renta; es por esta razón que aquellos militares del Siglo XIX mantenían características de estamento dentro de una sociedad de clases.
Hay que precisar que esta importante actividad política de los militares en aquel tiempo era más acusada cuando quienes ostentaban el poder del Estado eran débiles; si los gobiernos carecían de fuerza o legitimidad, los mandos militares veían mayores oportunidades de hacer política y obtener parcelas de poder. Durante la primera mitad del Siglo XIX todos los Estados europeos pasaron por una época de gran inestabilidad; fenómeno que contribuyó a el intervencionismo militar en los asuntos de la política; después, y muy poco a poco, los sistemas parlamentarios liberales se fueron asentando, aunque la importancia del estamento militar continuó en todo el continente. Dicha importancia quebró en todo el continente durante la Primera Guerra Mundial, cuando tras la matanza en las trincheras comenzaron a desarrollarse las ideas pacifistas y se produjo el ascenso de los políticos demagogos y populistas, así como el movimiento socialista.
España fue una de las naciones con mayor inestabilidad política de la Europa del Siglo XIX; la transición del Antiguo Régimen de carácter estamental a un sistema liberal y parlamentario fue muy costosa. En parte esto se debió a la gran debilidad de las burguesías urbanas y al enorme poder de los grandes propietarios agrícolas, más conservadores y partidarios de un sistema próximo a la oligarquía. Entre 1.814 y 1.854 hubo casi trescientos pronunciamientos militares en España; y entre 1.832 y 1.858 hubo 29 gobiernos distintos. Uno de ellos, el de Cleonard, duró tan solo 27 horas.
Es, por tanto, España, una de las naciones europeas donde los militares intervienen más en política durante el Siglo XIX. Si repasamos la lista de los presidentes de gobierno de este siglo, comprobaremos que muchos de ellos son militares, hasta la Restauración de Alfonso XII, en la que una saga de burgueses más o menos liberales se aseguran con fuerza el poder del Estado.
Uno de aquellos jefes militares que hizo política con éxito a mediados del Siglo XIX fue Leopoldo O´Donnell. 

                                            Leopoldo O´Donnell.

Pertenecía a una familia de gran tradición militar y decidió, siendo muy joven, emular a sus antepasados ingresando en el Regimiento de Infantería Imperial Alejandro. Desde el comienzo de su carrera se percató de que la promoción de un militar no acababa en el campo de batalla, sino que continuaba en el terreno de la política; no era el único, esta idea estaba en las cabezas de todos los militares de su época, después del deslumbrante ejemplo que a principios de siglo había dado Napoleón Bonaparte. Es más, para un militar de su tiempo era verdaderamente difícil no hacer política; de esta forma, en la Primera Guerra Carlista, en 1.833, tomó parte por el bando isabelino, aunque su padre y sus hermanos apoyaran al bando carlista. Ya por aquel entonces mostraba un fuerte carácter e ideas liberales. En aquella guerra, gracias a sus méritos, ascendió en el escalafón, y tras vencer al general Cabrera en 1.839, fue nombrado teniente general y se le concedió el título de conde de Lucena; había apostado por el bando ganador y obtuvo su recompensa.  Desde 1.840 a 1.844 se vio envuelto de nuevo en las disputas políticas de España y hubo de exiliarse en dos ocasiones En 1.854 participó en una sublevación contra el gobierno, tras la cual el general Espartero se hace por tercera vez con la presidencia del gobierno y le nombra ministro de Guerra. 

                                 El general Espartero.

Por aquel tiempo, la política era ya la principal ocupación de Leopoldo O´Donnell. Durante los dos años que duró el gobierno de Espartero, O´Donnell creó la Unión Liberal y desde el ministerio de Guerra hizo todo lo posible por socavar la estabilidad del gobierno. Finalmente, en 1.856 Espartero dimitió y O´Donnell, con el apoyo de Isabel II fue nombrado Presidente del Consejo de Ministros.
Sin embargo, aquel gobierno duró poco, solo hasta octubre de 1.856. Fue sustituido en la presidencia por uno de los militares que más gobiernos capitaneó en el Siglo XIX, Ramón María Narváez.
Poco después, en junio de 1.858, O´Donnell vuelve a ser nombrado Presidente del Gobierno por la reina Isabel II; los gobiernos, en España, en aquel tiempo, duraban poco, y siempre era posible retornar al poder.

                    Isabel II de España.

O´Donnell fue un hombre inteligente y, sin duda, un buen militar. En 1.858 ya tenía una adecuada experiencia en los asuntos militares y un excelente olfato político. Era consciente de la rapidez con que se alcanzaba y se perdía el poder en España; el objetivo, por tanto, no era afianzar el gobierno sobre bases sólidas, sino prolongar su duración lo más posible. En este sentido, una de las estrategias más eficaces era presentar ante el pueblo un objetivo capaz de unir voluntades, provocar entusiasmo y hacer olvidar los problemas que aquejaban a la nación. Con increíble astucia, O´Donnell detectó que una causa que reunía todos estos requisitos era el conflicto fronterizo con el reino de Marruecos en la ciudad de Ceuta. Probablemente, la idea le vino siendo ministro de Guerra del gobierno de Espartero. En 1.854, O´Donnell ordenó al brigadier Antonio Buceta que presidiese una comisión que estudiase la situación de las plazas fuertes españolas en el Norte de África; la conclusión fue que el desarrollo de la artillería en las últimas décadas había dejado indefensa a la ciudad de Ceuta, pues bastaba instalar una batería en el cercano cerro del Otero para tener todo el lugar a tiro de cañón. La comisión recomendaba la construcción de cuatro fortines defensivos en las alturas del Otero.
En los tratados de 1.782 y 1.799 entre el reino de España y el reino de Marruecos quedó bien claro que el territorio de Ceuta llegaba hasta las murallas y el foso, y que los terrenos más al Oeste, que comprendían el Otero, eran una concesión temporal cuya finalidad era proveer al ganado de la ciudad de una zona de pastos; en dicha zona no se podría labrar ni construir edificio alguno. Ya en 1.837 hubo un conflicto por esta zona de pastos, cuando los nativos de la kabila de Anyera se apropiaron de aquellos terrenos, el cual se solucionó gracias a la mediación del cónsul inglés en Tánger. Finalmente, los nativos de Anyera debieron reconocer que el uso de los pastos correspondían a Ceuta.


No obstante, O´Donnell, al tomar posesión en 1.858 del cargo de Presidente del Gobierno, ya estaba decidido a fortificar el cerro del Otero, aunque esto fuese en contra de los acuerdos que se había hecho con Marruecos. El 10 de agosto de 1.859 se comenzó a construir un cuerpo de guardia en las faldas del Otero, cuya función sería vigilar a los presidiarios encargados de construir los cuatro fortines proyectados en las cimas del cerro. Esa misma noche los nativos de la kabila de Anyera destruyeron lo construido.
 Entonces, el Cónsul de España en Tánger, Juan Blanco, escribió una nota al Ministro de Negocios Extranjeros marroquí, Sidi Mohammed el-Jetib instándole a que castigase a los malhechores que habían atentado contra las obras del Otero. Tras ese primer incidente, los marroquíes de la kabila de Anyera y las tropas españolas echaron un pulso, unos esforzándose por construir el cuerpo de guardia, los otros por destruírlo. En estas, O,Donnell encontró su casus belli, cuando los de Anyera destruyeron una columna que señalaba los límites del campo de Ceuta; en dicha columna estaba grabado el escudo de España. La tensión aumentó; el 22 de agosto de 1.859, el Comandante General de Ceuta, Ramón Gómez Pulido, ordenó una salida del Batallón de Cazadores de Madrid para alejar a los nativos de Anyera.
Una de las características de O´Donnell es que era un hombre previsor; desde la primavera de 1.859 se había dedicado a crear un ejército de África. En principio creó un cuerpo de ejército llamado “De Observación” compuesto por 11.500 soldados; una brigada de avanzadilla de este cuerpo de ejército ya se encontraba en Ceuta en agosto de 1.859, a ella pertenecía el Batallón de Cazadores de Madrid.
El 30 de agosto de 1.859 unos 500 guerreros de Anyera se aproximaron a las murallas de Ceuta y fueron repelidos con fuego de artillería; la situación se agravó considerablemente y el Cónsul de España en Tánger, Juan Blanco, exigió al Ministro de Negocios Extranjeros marroquí lo siguiente:
  1. Que fuese repuesto lo destruido.
  2. Que se castigase severamente a los culpables.
  3. Que se reconociese el derecho de España a construir los fortines.
Sidi Mohammed el-Jetib contestó poco después que todas las exigencias serían satisfechas excepto lo concerniente a la construcción de los fortines; además, ponía en conocimiento de Juan Blanco que la salud del Rey de Marruecos, Muley Abd al-Rahmán era extremadamente delicada y esto entorpecía las negociaciones. Al poco murió el anciano rey y subió al trono su hijo, Mohammed IV Ibn Abd al Rahmán.
El 3 de octubre de 1.859, Juan Blanco, hizo una nueva exigencia al ministro marroquí: que se ampliase el territorio de Ceuta hasta las próximas alturas que garantizasen su seguridad.
Sin duda, O´Donnell movía los hilos de la negociación desde Madrid, y buscaba que el acuerdo con Marruecos fuese imposible; es necesario decirlo, buscaba el enfrentamiento bélico. Así, cuando el 5 de octubre de 1.859, Mohammed el-Jetib informa al cónsul de España que el nuevo soberano, Mohammed IV accede a todas las exigencias españolas, desde Madrid se plantea una nueva exigencia: llevar la frontera de Ceuta mucho más al Oeste del Otero, hasta las cimas de Sierra Bullones. El 17 de octubre, el-Jetib declara que esta última exigencia es imposible de asumir por el Rey de Marruecos, y el día 22 de octubre, reunido el Congreso de los Diputados y habiendo hablado ante él Leopoldo O´Donnell, dicha cámara aprobó un informe favorable a la declaración de guerra, que inmediatamente fue refrendado por la reina Isabel II.
Una ola de entusiasmo barrió toda España cuando se supo que se había declarado la guerra al reino de Marruecos; en el ánimo de todos estaba la intención de vengar las ofensas que se habían hecho a la patria; la unanimidad fue total, todos los partidos políticos, todas las clases sociales y todas las poblaciones de España estaban a favor de la guerra; es más, deseaban que comenzase sin dilación.
Es evidente que O´Donnell había conseguido su objetivo, la unidad ante la guerra era un apoyo formidable para su gobierno y alejaba las intentonas de tomar el poder de todo tipo de descontentos. Sin embargo, es conveniente apuntar que O´Donnell fue a la guerra sin un objetivo; es decir, la declaración de guerra fue el objetivo en sí mismo, pero no existía un plan más allá. Habitualmente, cuando se hace una guerra es porque se quiere conseguir algo; sin embargo, O´Donnell solo buscaba prolongar su gobierno un poco más de tiempo. Esto quedaría patente tras la gran victoria de la batalla de Tetuán, cuando el gobierno de España quedó bloqueado sin saber qué hacer.
O´Donnell no tenía las cosas claras desde un principio, ni siquiera sabía cómo comenzar la guerra. Primero hubo de decidirse si hacer una ofensiva contra Tánger o contra Tetuán. Al final se decidió atacar Tetuán, población más pequeña, más aislada  y peor defendida. Después hubo que pensar en hacer la campaña por mar o por tierra. La conclusión fue que la marina española no tenía capacidad para desembarcar unos 35.000 soldados en la costa frente a Tetuán y garantizar su abastecimiento durante más de un mes. Se decidió, por tanto, desembarcar en Ceuta y realizar una marcha por la costa hasta llegar a Tetuán; lo que tenía sus dificultades, pues entre Ceuta y Tetuán había un camino de unos 35 km, pero no existía ninguna carretera a través de la cual se pudiese transportar la artillería y todo el equipaje del ejército. La solución era construir una carretera desde Ceuta hasta las proximidades de Tetuán, con todas las complicaciones y demoras que esto suponía.






Pero, hemos dicho que O´Donnell era un hombre previsor; a mediados de noviembre de 1.859 ya tenía organizado el Ejército de África, y él mismo había sido nombrado General en Jefe. El Cuerpo de Ejército de Observación pasó a denominarse Primer Cuerpo de Ejército, mandado por el general Echagüe. El Segundo Cuerpo de Ejército estaba bajo las órdenes del teniente general Juan de Zabala, y el Tercer Cuerpo de Ejército a las del teniente general Antonio Ros de Olano. Además, se creó una División de Reserva, mandada por el teniente general Juán Prim, héroe de esta guerra.
Es conveniente apuntar que el ejército español de mediados del Siglo XIX tenía unos mandos con gran experiencia y profesionalidad, también la tropa era aguerrida; no en vano, España había estado en guerra de forma casi ininterrumpida desde la invasión napoleónica; las guerras carlistas habían mantenido al país en armas durante décadas y muchos militares habían aprendido el oficio en ellas. La infantería española era excelente, y la caballería también; sin embargo, la artillería necesitaba reformas y abundante inversión; la armada, como hemos dicho anteriormente, constaba de pocos buques, muchos de ellos anticuados, veleros parecidos a los de los tiempos de Trafalgar.
El 18 de noviembre de 1.859 desembarcó al completo el Primer Cuerpo de Ejército en Ceuta, contaba con 10.000 soldados de infantería, dos escuadrones de caballería, tres baterías de montaña con 18 piezas y cuatro compañías de ingenieros. El campamento se montó al Oeste del monte del Otero, en un llano conocido como El Serrallo, donde se veían unas antiguas ruinas. Inmediatamente, los ingenieros comenzaron a construir una serie de fortines denominados reductos, que rodeaban y protegía Ceuta desde las alturas de Sierra Bullones; los nativos de la kabila de Anyera intentaron impedir las obras llevando a cabo pequeños asaltos y disparando a distancia, pero todo fue inútil.
En aquellos momentos apareció el peor enemigo del ejército español durante aquella guerra: se propagó una epidemia de cólera entre los soldados. Para hacernos una idea de la gravedad del asunto, diremos que esta epidemia causó 2.888 muertos en el ejército, y que los afectados, con más o menos gravedad, se aproximaron a los 8.000 en toda la campaña.


               Oficial y soldados de un regimiento de cazadores. Isabel II.
Los rifeños no estaban dispuestos a que los fortines de Sierra Bullones se terminasen, y el día 25 de noviembre atacaron con un gran ejército a los españoles. Los batallones de cazadores que defendían el campamento y las obras soportaron lo más duro de los combates; no obstante, cuando cargaban a la bayoneta siempre ponían en fuga al enemigo. Estos combates fueron conocidos como Batalla del Serrallo.

                                               Rifeño.

El 27 de noviembre de 1.859 desembarcaron en Ceuta el Segundo Cuerpo de Ejército y la División de Reserva, con ellos también lo hizo Leopoldo O´Donnell, General en Jefe del Ejército de África y Presidente del Gobierno de España; dos días después, la armada francesa bombardeó las fortificaciones de la costa de Tetuán. Era evidente que las potencias europeas habían tomado partido en este conflicto, Francia del lado de España, Inglaterra del lado de Marruecos.
Tras un duro combate que tuvo lugar el 1 de diciembre, los marroquíes reunieron a más de 10.000 combatientes, y el día 9 de diciembre asaltaron los fortines de Sierra Bullones; de nuevo la carga a la bayoneta puso en fuga al enemigo con grandes pérdidas por su parte. Desde esta batalla, conocida como de Sierra Bullones, quedó claro que las ventajas del ejército español eran el uso de la bayoneta en formación y el fuego de la artillería.
El 12 de diciembre desembarcó en Ceuta el Tercer Cuerpo de Ejército; todo el Ejército de África al completo se encontraba ya en Ceuta, la marcha hacia Tetuán era inminente. Pero, como hemos dicho, el camino que iba de Ceuta a Tetuán era un camino de herradura, y no se podían transportar a través de él carros con abastecimientos, municiones y piezas de artillería. La solución fue construir una carretera sobre ese mismo camino, que discurría entre el mar y las montañas. La posibilidad de abastecer al ejército gracias a la flota era poco segura, ya que en esta costa sopla a menudo el fuerte viento de Levante. Cuando esto ocurre, y puede durar muchos días, los barcos no pueden acercarse a la costa y es imposible desembarcar ni abastecimientos ni refuerzos.
Así pues, el 14 de diciembre de 1.859 comenzó la marcha hacia Tetuán; en vanguardia iba el Tercer Cuerpo de Ejército, mandado por Ros de Olano; el primer campamento se montó en un llano costero conocido como El Tarajal y se comenzó a trabajar en la carretera. Durante varios días, numerosos grupos de marroquíes hostigaban el campamento de El Tarajal y a los ingenieros que trabajaban en la carretera; aparecían de improviso entre los montes y disparaban sus espingardas; después, cuando la infantería española cargaba a la bayoneta contra ellos, se dispersaban.
La mayor parte de estos combatientes marroquíes pertenecían a las kabilas del Rif; iban armados con espingarda, fusil de cañón muy largo que ya se usaba a finales del Siglo XV en España. Además de la espingarda, en el cuerpo a cuerpo, usaban el puñal. Este armamento era eficaz a distancia, pero carecía de utilidad ante una carga a la bayoneta.
La estrategia de los marroquíes consistía en desgastar un día tras otro al ejército español, retrasando la construcción de la carretera. Sin embargo, el mayor desgaste fue el de la epidemia de cólera, que arreció en el campamento de El Tarajal; el propio general, Ros de Olano cayó enfermo, pocos días después también enfermó Prim.
Por aquellas fechas el rey de Marruecos, Mohammed IV, había tenido tiempo de reunir un ejército con el que enfrentarse a los españoles; al mando había puesto a su hermano, el príncipe Muley el-Abbas, que llegó a Tetuán acompañado de 10.000 infantes y 2.000 jinetes; éstos, unidos a los guerreros rifeños componían ya un número superior a los 25.000 combatientes.


                      Muley el-Abbas.
Los combates continuaron casi a diario, en muchas ocasiones la fuerte lluvia era lo único que los impedía. El día de Navidad de aquel mes de diciembre de 1.859, los marroquíes atacaron a los fortines de Ceuta y al campamento de El Tarajal al mismo tiempo; después se retiraron cuando la infantería salió a su encuentro.
A finales de diciembre O´Donnell consideró que el Tercer Cuerpo de Ejército estaba muy desgastado por los combates y el cólera y decidió pasarlo a retaguardia; el ejército se pondría de nuevo en marcha el 1 de enero de 1.860, pero, esta vez, en vanguardia iría Prim con la División de Reserva.
Prim y sus soldados avanzaron hacia unos cerros conocidos como de Los Castillejos, desalojaron a los enemigos que allí había y bajaron hasta una llanura litoral del mismo nombre, donde les aguardaba el ejército marroquí. Prim emplazó su artillería, mientras la flota, aprovechando el buen tiempo, desembarcaba soldados de infantería de marina en la playa. Los Húsares de la Princesa se lanzaron contra la caballería marroquí, que se dio a la fuga y los atrajo hacia Sierra Bullones, donde, al poco, se toparon con el campamento enemigo y cayeron en una trampa que les habían preparado, consistente en una zanja disimulada con ramajes y tierra, en la que se precipitaron, tras lo cual sufrieron un intenso fuego de los enemigos que les habían dejado pasar. Prim, que a lo lejos vio las tiendas blancas del campamento marroquí no se dejó arrastrar hasta la celada. Los combates arreciaron y numerosos guerreros marroquíes de refresco se acercaron a la batalla. La situación era comprometida y los soldados españoles, agotados, comenzaron a flaquear. Fue entonces cuando el comportamiento de Prim le otorgó la victoria y le convirtió en un héroe a los ojos de toda España. Tomando una bandera se dirigió a sus soldados de la siguiente forma:

“¡Soldados! Vosotros podéis abandonar esas mochilas, que son vuestras; pero no podéis abandonar esta bandera que es de la Patria. Yo voy a meterme con ella en las filas enemigas… ¿Permitiréis que caiga en poder de los moros?¿Dejaréis morir solo a vuestro general?


                                Prim en la batalla de Los Castillejos.

El efecto de aquella arenga fue tremendo, los soldados cargaron furiosamente a la bayoneta, Prim al frente, e hicieron huir a los marroquíes. En ese instante, acudió el Segundo Cuerpo de Ejército, a las órdenes de Zabala, para apoyar a Prim. Aquello no parecía suficiente, porque los marroquíes, una vez puestos a salvo de la punta de las bayonetas, se revolvieron. Entonces ocurrió algo que dejó atónitos a todos los gobernantes de Europa y hoy nos dejaría a todos nosotros, O´Donnell, el General en Jefe y Presidente del Gobierno de España, a caballo y espada en mano, se lanzó al lugar donde la lucha era más dura. Esta imagen extraña no se volvería a repetir nunca más; pertenecía ya en aquel tiempo a un pasado remoto; a nosotros hoy nos dejaría boquiabiertos.
Los marroquíes se retiraron con muchas bajas y desmoralizados por la derrota. A aquella batalla se la conoció como de Los Castillejos.
Tras esta jornada todo el Ejército de África acampó en la llanura de Los Castillejos, excepto el Primer Cuerpo de Ejército, que permaneció en Ceuta para su custodia. El cólera continuó en aquellos días su labor de desgaste; el general Zabala también cayó enfermo y le sustituyó García.
Era necesario continuar avanzando, pero un formidable obstáculo se presentaba ante el Ejército de África: el Monte Negrón llegaba a la misma orilla del mar y le cortaba el paso. Se temía que los soldados de  Muley el-Abbas estuviesen apostados en aquellas laderas, y por esa razón, el general García exploró la zona y descubrió que había un paso, aunque estrecho, entre la orilla del mar y el Monte Negrón.
Otra característica de O´Donnell era la audacia, precavido y audaz a la vez, condiciones que rara vez se reúnen en una sola persona. Informado por García de la existencia de aquel paso, ordenó que el 6 de enero de 1.860, el Segundo Cuerpo de Ejercito, amparado en la oscuridad de la noche pasase al otro lado del Monte Negrón. La maniobra salió bien, inmediatamente el resto del Ejército de África pasó por la angostura y todos se reunieron en la llanura del río Azmir.
Cuando  Muley el-Abbas supo lo ocurrido cayó en la cuenta del enorme error que había cometido; con un millar de soldados bien apostados hubiera podido impedir el paso a los españoles, pero no había sido diligente; ahora, el Ejército de África se encontraba a unos 15 km de Tetuán.
Estando acampados en los llanos de Azmir se levantó un fuerte Levante que durante varios días impidió a la flota abastecer de alimentos al ejército. Llovía constantemente y hacía frío, pues era lo más crudo del invierno; pasaron hambre una vez agotadas las provisiones, mientras los marroquíes practicaban su táctica de desgaste, atacando y retirándose después.
El 10 de enero cesó el Levante y el ejército pudo ser aprovisionado, días después, el 14 de enero se reanudó la marcha hacia Tetuán. El último obstáculo que había que franquear era Cabo Negro, extremo Este de Sierra Bermeja, monte que caía sobre el mar, sin dejar paso alguno. La única manera de sortearlo era subir por la pendiente hasta la cima, para después bajar por la ladera opuesta. Lo cierto es que los soldados españoles subieron a aquellas alturas con facilidad, sin ser molestados nada más que por el fuego a distancia de algunos enemigos. Cuando coronaron las cimas de Cabo Negro vieron a su derecha los riscos de Sierra Bermeja, al frente la llanura de Tetuán y al fondo las cumbres nevadas del Atlas.



Cuando los soldados del Ejército de África comenzaron a descender la ladera Sur de Cabo Negro un nutrido grupo de jinetes e infantes marroquíes les esperaba en la llanura de Tetuán, pero no fueron capaces de detener a los españoles, que colocaron su artillería con rapidez y comenzaron a lanzarles proyectiles. Esta artillería había subido hasta las alturas transportada en los brazos de los soldados. Después, la infantería cargó contra los jinetes marroquíes que se habían concentrado en unas colinas de las faldas de Sierra Bermeja, tras lo cual, incapaces de resistir a la formación en cuadro, huyeron hacia su campamento ante las puertas de Tetuán. En aquel lance estuvo a punto de ser hecho prisionero el mismo Muley el-Abbas, cuando un disparo de fusil mató a su caballo y a duras penas logró refugiarse en su campamento.
El cuadro era una formación de la infantería en la que los soldados de la primera fila sacaban las bayonetas, mientras que los de las filas de atrás disparaban el fusil. Cuando la caballería se acercaba a esta formación, recibía un intenso fuego de fusil y era incapaz de romper la línea de soldados porque las bayonetas acuchillaban primero a los caballos y después a los jinetes. La infantería marroquí también quedaba indefensa ante el cuadro, porque, una vez disparadas las espingardas, el único recurso que quedaba era echar mano al cuchillo, ineficaz contra una línea erizada de bayonetas.
Tetuán está situada a unos 7 km de la playa, en un valle surcado por varios ríos; el más importante de ellos es el río Martín, que forma una ría navegable en un trecho. En la desembocadura del Martín se alzaba Fuerte Martín, una especie de torre con artillería muy anticuada, tras él había un polvorín y, al fondo de la ría un edificio conocido como La Aduana, donde pagaban tributo las mercancías que llegaban a Tetuán. Todos estos edificios fueron bombardeados por la escuadra española el día 16 de enero de 1.860. Una vez que el fuego hubo inutilizado las defensas, desembarcó la División Ríos, que llegaba de refuerzo, compuesta por 6.000 soldados de infantería y caballería. El Ejército de África contaba ya con casi 40.000 hombres, si descontamos las bajas.





Un centenar de infantes de marina desembarcaron y tomaron por sorpresa y casi sin combatir Fuerte Martín y La Aduana; al rato, la División Ríos era dueña de toda la playa y la ría. Viendo a los españoles afirmarse en el terreno, una gran cantidad de jinetes e infantes marroquíes se concentraron a la derecha, en las laderas de Sierra Bermeja, junto a una torre de planta circular llamada Torre Geleli; eran al menos 8.000 jinetes y 12.000 infantes. O´Donnell dio la orden de avanzar hacia Tetuán al Ejército de África y, al poco, los marroquíes bajaron de las colinas a toda prisa. Las líneas españolas se abrieron por el centro, dejando espacio para que la artillería disparase sobre el enemigo; a la vez, la caballería, por ambos flancos cargó al galope en la llanura. Los batallones de cazadores se desplegaron frente al enemigo, dispararon el fusil y cargaron a la bayoneta. En unos instantes, los marroquíes se dieron a la fuga, unos se refugiaron en su campamento, otros huyeron hacia Sierra Bermeja y otros cruzaron el río Martín para ponerse a salvo; los combates terminaron cuando los soldados españoles, ya cansados, acamparon frente a las fortificaciones de Muley el-Abbas. Una intensa lluvia cayó, se recogió a los muertos y se atendió a los heridos.



Como hemos dicho, O´Donnell era un hombre prudente; tras la victoria obtenida podía haber atacado el campamento de Muley el-Abbas, pero sus exploradores le informaron de que los marroquíes habían construido parapetos y defensas, y contaban con artillería. Prefería reforzar su posición y, por esa causa, construyó un fortín a la derecha de La Aduana, que recibió el nombre de Fuerte de la Estrella. Además, temiendo que se levantase otra vez el Levante, hizo acopio de provisiones, en cantidad suficiente para que el ejército tuviese reservas para varias semanas.
El 23 de enero de 1.860 se produjo otro enfrentamiento entre los dos ejércitos en el cenagal que mediaba entre ellos. Los marroquíes habían recibido refuerzos enviados por el rey; no eran rifeños, sino jinetes e infantes venidos de distintos puntos del reino, muchos vestían vistosos ropajes y grandes turbantes. La infantería española quedó clavada hasta las rodillas en el barro, pero la caballería cargó contra los jinetes marroquíes y les obligó a recogerse en su campamento otra vez.
El 26 de enero llegó al campamento marroquí Muley Ahmed, hermano de Muley el-Abbas, así como de Mohammed IV, rey de Marruecos. Venía acompañado de 10.000 jinetes; la caballería marroquí era ya imponente.
El general Zabala cayó enfermo y en el mando hubo de hacerse algunos cambios: Prim se hizo cargo del Segundo Cuerpo de Ejército y Ríos el Cuarto. La situación evolucionaba hacia una batalla en la que uno de los dos ejércitos se impusiese sobre el otro.
Habiendo salido el Sol ya el 31 de enero de 1.860, el ejército marroquí salió de su campamento y formó frente a los españoles en un arco de más de tres kilómetros. A la derecha (desde el punto de vista español) formó Muley el-Abbas, apoyándose en Torre Geleli y Sierra Bermeja; a la izquierda formó Muley Ahmed, entre Tetuán y el río Martín.
O´Donnell dispuso a su ejército de la siguiente forma: a la derecha, la División de Caballería del general Alcalá Galiano; en el centro, el Tercer Cuerpo de Ejército del general Ros de Olano; a la izquierda, el Cuarto Cuerpo de Ejército del general Ríos; en reserva, el Segundo Cuerpo de Ejército del general Prim.
Ríos comenzó la batalla avanzando hacia Tetuán y formando en cuadro; los jinetes de la Guardia del Rey de Marruecos no resistieron el ataque y retrocedieron; entonces, la infantería marroquí se adelantó hacia Ríos. Los lanceros de Villaviciosa, yendo en su apoyo, se metieron en el barro; para sacarlos del apuro, toda el ala izquierda española formó en cuadro y cargó a la bayoneta; el enemigo quedó desbaratado por aquel lado. En el centro, la caballería de línea española y los jinetes de la Guardia del Rey de Marruecos se enfrentaron en un combate furioso en el que los marroquíes retrocedían y volvían a la carga una y otra vez.
En aquel momento, Muley el-Abbas pasó al ataque; sus soldados escaramucearon con los españoles y recibieron el fuego de la artillería, pero la situación se estabilizó en todo el frente de la batalla.
O´Donnell, combatía en primera línea; de nuevo ofrecía una imagen que parecía salida de otros tiempos, el Presidente del Gobierno en medio de la batalla con la espada en la mano. Esta imagen, para nosotros increíble, tenía un efecto enorme en el espíritu de los soldados: el Presidente del Gobierno combatía junto a ellos, se jugaba la vida. Ya digo que el concepto que encierra esta imagen es incomprensible para nosotros.
Se acercaba el crepúsculo cuando O´Donnell ordenó atacar a todo el ejército; el enemigo, cansado y con muchísimas bajas, se retiró a su campamento bajo el fuego de la artillería; los proyectiles, durante un buen rato, destrozaron las defensas de los marroquíes y les causaron graves daños. Aquella batalla fue conocida con el nombre de Batalla de Torre Geleli.
Los primeros días de febrero fueron dedicados a preparar el asalto definitivo al campamento marroquí. El desembarco de provisiones y munición fue continuo; también llegaron refuerzos, en este caso fueron los Voluntarios Catalanes, ataviados con uniformes de color rojo y azul. El día 4 de febrero de 1.860, O,Donnell dio orden de levantar el campo y avanzar hacia Tetuán; todo el ejército se puso en marcha, frente a él estaba el campamento marroquí.
La batalla era inminente; las lanchas cañoneras subieron por la ría y se colocaron en posición de bombardear las defensas enemigas por el lado izquierdo. También por la izquierda avanzaba Ros de Olano con el Tercer Cuerpo de Ejército. En el centro se dispuso la artillería, ahora con más piezas. A la derecha se situó Prim con el Segundo Cuerpo de Ejército, y más a la derecha todavía el general Ríos con el Cuarto Cuerpo de Ejército, ya en las faldas de Sierra Bermeja. Alcalá Galiano quedó en retaguardia con la caballería.
Los cañones marroquíes comenzaron la batalla; casi al mismo tiempo, su caballería, corriendo por las faldas de Sierra Bermeja, chocó con los soldados de Ríos. En ese momento la artillería española comenzó a batir las defensas marroquíes; eran más de cuarenta piezas y provocaron terribles destrozos en el campamento enemigo, hasta tal punto que explotó un polvorín con gran estruendo. O´Donnell dio orden de acercar todavía más la artillería y el bombardeo derribó los parapetos del campamento marroquí. Entonces, al sonido de trompetas y tambores, el ejército español se lanzó en masa al asalto. Los soldados, chapoteando entre el barro, subieron por los parapetos y desalojaron a los defensores. Comenzó una lucha cuerpo a cuerpo dentro del campamento, las cuchilladas de bayoneta y los tiros a bocajarro representaron una escena terrible durante unos momentos; pero después, los marroquíes comenzaron a huir abandonando pertrechos y pertenencias. Se capturó un abundante botín en el campamento: provisiones, armas, munición y diversos objetos y equipamiento; incluso se capturaron las lujosas tiendas de Muley el-Abbas y Muley Ahmed. En Tetuán todos cayeron en el desánimo cuando vieron entrar a toda prisa a los fugitivos; la población comprendió que la derrota era total y que en breve los españoles tomarían la ciudad. Esta batalla fue conocida con el nombre de Batalla de Teuán.



O,Donnell exigió la rendición inmediata de la plaza, prometiendo que las vidas y las propiedades de sus habitantes serían respetadas, de lo contrario, Tetuán sería tomada al asalto. Una comisión de habitantes de Tetuán solicitó protección a O,Donnell, pues, según ellos, los soldados marroquíes que no habían huido saqueaban la ciudad una y otra vez, que Muley Ahmed había dado orden a todos los habitantes que abandonasen Tetuán, y él mismo la había abandonado llevándose todo lo que de valor había encontrado.
El 6 de febrero de 1.860 el Ejército de África entró en Tetuán; no encontró oposición ninguna, le abrieron las puertas los habitantes que quedaban en la ciudad, muchos de ellos judíos, cuyas casas habían sido saqueadas por los soldados marroquíes; aún quedaban algunos de estos fugitivos al otro lado de la ciudad, junto a la puerta del camino de Tánger; los soldados españoles los pusieron en fuga sin encontrar resistencia. Los judíos aclamaron a los españoles, era evidente que ahora se sentían más seguros, tras varios días de abusos. En las calles podían verse algunos cadáveres de judíos que habían muerto durante el saqueo. O´Donnell cumplió su palabra, se respetaron las vidas y las haciendas de los habitantes de Tetuán, los soldados se comportaron correctamente.


Entrada del Ejército de África en Tetuán, 6 de febrero de 1.860.
La noticia de la gran victoria del Ejército de África tuvo un profundo impacto en la opinión pública española. El estado de ánimo de la población era de gran alegría; muchos creían que aquello era el primer paso hacia la conquista de todo Marruecos. Las clases populares pensaban que ahora se presentaba una oportunidad para que España crease su propio imperio colonial; aún no se había olvidado la pérdida de la mayoría de los territorios americanos, y ésta era una forma de compensar aquel fracaso. También en el gobierno había quien pensaba que la conquista de Marruecos estaba al alcance de la mano; en el mismo partido de O,Donnell, la Unión Liberal, eran muchos los que pensaban así; la misma reina, Isabel II, era partidaria de crear un imperio colonial en África.
O,Donnell, por el contrario, nunca había tenido esa intención, y si alguna vez se le pasó por la cabeza, la había desterrado definitivamente tras la durísima campaña de África. Él siempre aludió al honor mancillado, a hacer ver al mundo entero que a España no se la ofendía en balde. La campaña, planificada con anterioridad a los conflictos con la kabila de Anyera, solo pretendía entusiasmar al pueblo, unir a los partidos y mantener entretenido al ejército, todo con el objetivo de mantenerse en el gobierno durante unos años más, no muchos, porque los pronunciamientos y las intentonas de golpe eran cosas habituales en la España Isabelina.
Resumiendo, O,Donnell necesitaba firmar la paz con el rey de Marruecos, una vez que había obtenido una gran victoria y consideraba sus objetivos alcanzados. Los mandos y la tropa del Ejército de África también deseaban el fin de la guerra; comprendían perfectamente que continuarla era un disparate que saldría carísimo a España en vidas y dinero. Marruecos no era un país rico, ni tenía materias primas, nada podía obtenerse de él, y una vez conquistado, supondría un esfuerzo enorme mantenerlo ocupado por el ejército. O,Donnell supo qué hacer con la guerra, pero no sabía muy bien qué hacer con la paz, excepto que la necesitaba urgentemente.
Es necesario decir que el rey de Marruecos, Mohammed IV, también necesitaba la paz de manera urgente. Las derrotas sufridas y la pérdida de Tetuán ya eran conocidas en todo el reino, y se había organizado un partido cuyo objetivo era destronarle; si la guerra continuaba, y las derrotas también, es probable que estallase una sublevación que tuviese funestas consecuencias. Por tanto, ambas partes eran favorables a la paz.


                                   Mohammed IV.
En las conversaciones de paz que comenzaron inmediatamente después de la conquista de Tetuán, una de las exigencias de España era que esta ciudad y su provincia fuesen anexionadas. O.Donnell, que quería acabar con la guerra lo antes posible y comprendía que el rey de Marruecos nunca iba a aceptar la pérdida de Tetuán, sondeó la opinión de su partido y su gobierno sobre el particular. La respuesta fue la esperada, después de tantos sacrificios no se le podía decir al pueblo que se devolvía Tetuán a los marroquíes tras haberlos derrotado. Esto no sería comprendido por la opinión pública, que durante meses había seguido con entusiasmo el desarrollo de la guerra. Además, los partidos de la oposición se echarían encima del gobierno, acusándolo de ir contra los intereses del Estado.
El 16 de febrero de 1.860, O,Donnell recibió oficialmente la respuesta de Madrid sobre las condiciones de paz, se exigía que Tetuán y su provincia fuesen anexionadas a España. En aquel momento O,Donnell pensaba que aunque el rey de Marruecos cediese a las pretensiones de España, el problema continuaría, pues no garantizaba que las kabilas del Rif aceptasen aquella paz y no decidiesen seguir la guerra por su cuenta.
Las condiciones de paz de España eran las siguientes:

1.      Marruecos debería pagar una fuerte indemnización de guerra.
2.      Ceuta ampliaría su territorio hasta Sierra Bullones.
3.      Se firmaría un tratado privilegiado de comercio.
4.      Se toleraría el culto cristiano en Marruecos.
5.      El embajador español residiría en Fez.
6.      Melilla también ensancharía su territorio.
7.      Tetuán y su provincia pasarían a ser territorio español.



Si el rey de Marruecos no aceptaba estas condiciones, la guerra continuaría y el Ejército de África se pondría en marcha en dirección a Tánger con la intención de conquistarla.
La delegación marroquí que intervino en las conversaciones respondió que el rey de Marruecos aceptaba todas las condiciones, excepto la última, pues si entregaba Tetuán, estallaría la guerra civil en Marruecos, ya que eran muchos los que estaban dispuestos a continuar la guerra hasta que los españoles abandonasen África.
En consecuencia, la guerra debía continuar. El día 25 de febrero la escuadra española bombardeó Larache, y el 26 hizo lo mismo con Asilah. El 27 desembarcaron en Tetuán los Tercios Vascongados, unos 3.000 hombres que venían a reforzar el Ejército de África.
O,Donnell nombró al general Ríos gobernador de Tetuán y continuó haciendo acopio de provisiones y munición para la próxima expedición a Tánger. Durante los primeros días del mes de marzo las tropas del rey de Marruecos no aparecieron por ningún lado, pero los rifeños emprendieron una guerra de guerrillas continua, que si bien no provocaba grandes enfrentamientos, sí que desgastaba la moral de los españoles.
Sin embargo, el 12 de marzo de 1.860 un nutrido grupo de jinetes marroquíes salió del campamento que tenían en el desfiladero del Fondak; a éstos se unieron otros muchos guerreros que aguardaban en las laderas de Sierra Bermeja. Todos ellos intentaron asaltar las defensas de Tetuán. Los españoles salieron a su encuentro, poniéndolos pronto en fuga; la mayor parte de ellos, buscando ponerse a salvo, se encaramaron en las cimas de Sierra Bermeja, pero hasta allí los persiguieron los españoles con su artillería de montaña; cuando los marroquíes intentaban reagruparse en aquellas pendientes, eran rápidamente batidos y dispersados por el fuego de la artillería.
Tras estos combates en Sierra Bermeja, O,Donnell intentó que nuevo que el gobierno y la Unión Liberal rebajasen las condiciones de paz que se exigían al rey de Marruecos; en concreto, pedía encarecidamente que no se exigiese la anexión de Tetuán, porque el rey Mohammed IV no podía hacer esa concesión sin perder su trono.
En Madrid O,Donnell tenía cada vez más enemigos; por un lado, en su propio partido había muchos que se negaban a renunciar a la anexión de Tetuán; por otro lado, la oposición veía en este asunto un instrumento para dañar su imagen política. Aún así, los que estaban con él comprendieron que efectivamente había que terminar la guerra y que ello era imposible si Tetuán no se devolvía a los marroquíes. Por esta razón, y porque el ambiente político comenzaba a enrarecerse, en Madrid se elaboró una nueva propuesta, que consistía básicamente en pedir una indemnización de 500 millones de reales y que el ejército español permaneciese en Tetuán hasta el completo pago de la misma. Pero, esta suma era enorme, y el rey de Marruecos era incapaz de pagarla en un corto plazo, lo que significaba que los españoles seguirían ocupando Tetuán durante meses, quizás durante años. Además, Muley el-Abbas desconfiaba de O,Donnell, pues nadie le garantizaba que los españoles se irían tras el pago estipulado. Así las cosas, el 21 de marzo de 1.860, Muley el-Abbas rechazó el trato.


El 23 de marzo de 1.860 el Ejército de África se puso en marcha hacia Tánger. El camino discurría al principio junto a la orilla del río Martín, en dirección Oeste. A unos cuatro kilómetros de Tetuán, el Martín se unía con su afluente, el río Buceja, que descendía de las estribaciones de Sierra Bermeja; estas últimas alturas de la serranía recibían el nombre de Montes del Wad Ras, debido a que al fondo de ellas corría un torrente de nombre Wad Ras; dicho torrente se encajaba entre las sierras y formaba un desfiladero que se conocía como desfiladero del Fondak. El camino hacia Tánger pasaba por aquel desfiladero. Era un camino de herradura, como la mayoría de los que había en Marruecos, pero al llegar al desfiladero del Fondak se estrechaba aún más si cabe, rodeado de inclinadas pendientes. En aquel desfiladero había puesto Muley el-Abbas su campamento, a algo más de diez kilómetros de Tetuán, impidiendo el paso a los españoles. Tánger estaba a dos jornadas de Tetuán, pero era necesario atravesar el desfiladero del Fondak; allí esperaba Muley el-Abbas.
O,Donnell sabía que en aquel desfiladero tendría lugar una batalla decisiva y durísima, pues el terreno era el peor que podía presentarse. Para evitar que los guerreros de las kabilas le atacasen por el flanco derecho, envió al general Ríos con ocho batallones de infantería y dos escuadrones de lanceros para que tomase las alturas de Sierra Bermeja. Cruzando los llanos del río Buceja iba en vanguardia el general Echagüe con el Primer Cuerpo de Ejército. En el centro de la marcha iban Prim y Olano con el Segundo y Tercer Cuerpo de Ejército respectivamente. Con ellos iba la impedimenta, transportada por 4.000 acémilas y protegida por la División de Caballería. A la zaga iba el general Mackenna con la División de Reserva. Solo llevaban 40 piezas de artillería, las únicas que era posible transportar por aquel camino. Las provisiones solo les alcanzaban para 15 días, tiempo que consideraban podía durar la campaña; en caso contrario, debían ser aprovisionados desde Tetuán.
El hecho es que Muley el-Abbas no actuó como se esperaba y salió al encuentro del Ejército de África en los llanos del río Buceja; desaprovechó la ventaja que le otorgaba el desfiladero del Fondak.
 Los marroquíes avanzaron hacia la vanguardia española haciendo fuego con sus espingardas, mientras una multitud de rifeños se aproximaba por la izquierda, con la intención de cruzar el río Martín y apoderarse de la impedimenta del ejército español. Sin embargo, los españoles cruzaron el río bayoneta en ristre y los pusieron en fuga.
En Sierra Bermeja el General Ríos se enfrentó a otra multitud de rifeños que también trataban de ganar las alturas; el resultado fueron varios feroces combates en los aduares de las laderas de la montaña. Finalmente, los rifeños, batidos, bajaron hacia el valle donde el Wad Ras desemboca en el río Buceja.
La vanguardia española avanzó combatiendo hasta donde el Buceja desemboca en el Martín; poco más allá había un puente sobre el Buceja y se abrían unos amplios llanos, donde el Ejército de África emplazó sus cañones y batió al enemigo. Sin embargo, del desfiladero del Fondak comenzaron a salir miles de combatientes, de infantería y de caballería, que se incorporaron a la batalla y detuvieron el avance de los españoles.


O,Donnell, decidido a romper esta situación dio orden de avanzar más allá del puente del Buceja y los llanos. Aquella maniobra supuso un gran esfuerzo, pues los marroquíes lucharon con brío, mas al final retrocedieron , encaramándose en la cima de unos montes que había al fondo del llano, conocidos como Montes Benider; más allá se encontraba el desfiladero del Fondak. Prim, viendo a los marroquíes dueños de aquellos altos, subió la ladera de Benider con el Segundo Cuerpo de Ejército. Tras cruzar el bosque de la ladera se encontró con que los marroquíes se habían parapetado en los aduares de la montaña; allí combatió con ellos, hasta que los expulsó del lugar.
Viendo los marroquíes que Prim y sus soldados se encontraban en la cima del Monte Benider, decidieron tomar ellos la ladera, con la intención de aislarlo del resto de ejército, pero los Cazadores de Ciudad Rodrigo y de Baza se lo impidieron, obligándoles a retirarse de nuevo al llano; la ladera del Monte Benider estaba cubierta de cadáveres.
Poco después, el frente marroquí se hundió; los combatientes fueron retrocediendo poco a poco, después con más rapidez, y finalmente se dieron a la huída por el valle del Wad Ras, hasta llegar al campamento del Fondak. Allí, a toda prisa, levantaron el campamento y se retiraron, de tal modo que no quedó ninguno a la vista. Esta batalla fue conocida como Batalla de Wad Ras.



Al día siguiente no había rastro de enemigos en toda la zona, tan solo unos emisarios de Muley el-Abbas llegaron al campamento español solicitando una entrevista. Se acordó que O,Donnell y Muley el-Abbas hablarían a la mañana siguiente; y así fue, el 25 de marzo de 1.860 ambos se entrevistaron en una tienda de campaña montada a 500 m por delante de las líneas españolas. Los dos tenían una gran necesidad de alcanzar la paz, y esta vez hubo acuerdo. Muley el-Abbas aceptó todos los términos de la anterior propuesta de O,Donnell, a cambio de que se rebajase el montante de la indemnización de 500 a 400 millones de reales. Aquel tratado fue conocido como Tratado de Wad Ras.


                          Isabel II da gracias por la victoria en África.
La alegría en el Ejército de África fue unánime, pues todos se veían regresando a sus casas a salvo, tras haber afrontado tantos trabajos y peligros. No fue así en España, donde muchos quedaron decepcionados por este tratado, esfumados sus sueños de crear un imperio colonial en África, viendo alejarse la imagen de una España triunfante y temida. La misma reina, Isabel II, quedó profundamente contrariada con la noticia. La mayoría pensaba que tantos esfuerzos y sacrificios no merecían ser desperdiciados para llegar a una paz que calificaban de vergonzosa. El desconcierto y la decepción fue tal, que el general Ortega, capitán general de Baleares, organizó un alzamiento el 1 de abril de 1.860, con la intención de destronar a Isabel II y proclamar rey a Carlos Luis de Borbón, del bando carlista. La intentona fracasó, pero fue el primer aviso para O,Donnell de que su gobierno comenzaba a perder firmeza.
El 26 de abril de 1.860 se firmó el Tratado de Tetuán, donde se confirmaba la paz de Wad Ras y se ponían por escrito todos los pormenores de la misma. El 29 de abril comenzó el embarque del Ejército de África rumbo a España, que entró triunfalmente en Madrid el día 11 de mayo. Aunque decepcionado, el pueblo español recibió con entusiasmo a los héroes de África. El ejército acampó al Norte de Madrid, en un lugar que desde entonces sería conocido como Tetuán de las Victorias; Isabel II lo visitó y se hicieron simulacros para divertimento del gentío; se instalaron bares, fondas, tiendas de comestibles, lavanderías y locales de espectáculos, que serían el origen del barrio de Tetuán. El ejército desfiló por las calles de Madrid y todos quedaron encantados. Pero la unidad política que O,Donnell había conseguido con la guerra quedó rota.


                          El Ejército de África desfila por la Puerta del Sol, 1.860.
El pago de la indemnización arruinó a la Hacienda marroquí, que hubo de hacerlo en plazos. Se recurrió a la subida de impuestos y a la petición de un préstamo a los banqueros ingleses. Aún así, solo se consiguió en aquel momento pagar el 50% de la deuda. En el otoño de 1.861, Muley el-Abbas fue a Madrid para negociar otra forma de pago, consistente en  los 200 millones de reales restantes se percibiesen mediante la cesión del 50% de los derechos aduaneros de los ocho más importantes puertos marroquíes. Como el gobierno de España creía que nunca iba a cobrar la indemnización íntegra, propuso abandonar Tetuán, quedando sin garantía, a cambio de una indemnización adicional de 60 millones de reales. Todo ello se firmó en el Tratado de Madrid del 30 de octubre de 1,861. La indemnización completa se terminó de pagar veintitrés años después, en 1.884.
O,Donnell, tres años después de firmada la paz de Wad Ras, tuvo que abandonar el gobierno; murió exiliado en Francia en 1.867. Isabel II fue depuesta por los generales Topete y Prim en 1.868.

Si bien es cierto que la situación defensiva de Ceuta era insostenible a mediados del Siglo XIX, también es verdad que O,Donnell actuó de forma interesada al no aceptar las concesiones marroquíes con respecto al Otero y hacer nuevas exigencias al rey de Marruecos. Podríamos decir que O,Donnell provocó la guerra, con la intención de distraer a los descontentos y paralizar a los conspiradores; el pueblo se dejó arrastrar con esa ingenuidad que le caracteriza, pero que, una vez rota, se transforma en una fuente de ira. Al final, O,Donnell se vio preso de su propia estrategia, de su propaganda, y buscó una paz a toda costa, defraudando a quienes había embaucado.