En la
entrada anterior de esta serie hicimos una breve exposición sobre la forma en
que se organizó social y políticamente el Estado de los omeyas; pudimos ver la
manera en que el emirato soportó constantes sublevaciones y cómo estuvo a punto
de desaparecer a finales del Siglo IX. Con la llegada de Abd al-Rahmán III al
poder la situación dio un giro y al-Ándalus gozó de más de setenta años de
tranquilidad interior y de una prosperidad que se ha convertido en un mito
contemporáneo.
La
época de Abd al Rahmán III (912-961) fue, sin ninguna duda, de gran prosperidad
y bonanza económica. Como pusimos de relieve anteriormente, los primeros años
de su gobierno fueron difíciles, pues hubo de someter a los numerosos señores
territoriales que acaudillaban a los rebeldes muladíes, en especial a Ibn
Hafsún, que estuvo a punto de acabar con el Estado cordobés. Pero a partir de
929, apaciguado todo al-Ándalus, comenzó una larga etapa en la que el Estado se
afianzó y los omeyas cordobeses se convirtieron en dueños de uno de los
imperios más ricos de su época.
En
Enero de 929 Abd al Rahmán III adoptó el título califal y el sobrenombre
honorífico de al-Nasir li-din Allah (El que combate victoriosamente por la
religión de Dios). Este sobrenombre es toda una declaración de intenciones; la
religión adopta un papel central a partir de este momento en el Estado de los
omeyas, cuya principal misión es combatir a los infieles y a quienes se desvían
del camino recto. Como veremos más adelante, se trataba solamente de propaganda
para justificar el poder absoluto de los omeyas. La proclamación del Califato
era, además, un reflejo de lo que estaba sucediendo en el Magreb, donde desde
principios del Siglo X la secta fatimí había fundado su propio califato, ejerciendo
un control sobre las rutas caravaneras del Norte de África, muy importantes
para el comercio andalusí. El resultado fue que a partir de 929 en el mundo
islámico había tres califatos, el Abbasí de Bagdad, el Fatimí del Norte de
África y el Omeya de al-Ándalus.
La
estabilidad del Califato Omeya se debió en buena parte a la consolidación de
las estructuras estatales. Abd al-Rahmán III prescindió cada vez más de las
clientelas árabes y sirias para ocupar los cargos de la administración
palatina; en su lugar recurrió a los servicios de esclavos del Norte y el Este
de Europa (fatás), muchos de ellos
eunucos. Estos esclavos, mediante el control de los órganos del Estado,
acabaron acumulando un enorme poder y despertaron el resentimiento de las
familias de la aristocracia árabe.
En los
asuntos militares el Califato de Córdoba siguió por el mismo camino que la
administración civil, y quizás lo hizo de forma más radical. Abd al-Rahmán III
convocó cada vez menos al yund
(ejército) árabe, milicia aristocrática poco efectiva y de intereses muy
particulares; en su lugar contrató a un gran ejército de mercenarios, muchos de
ellos cristianos del Norte de la Península, y aumentó considerablemente la
guardia del palacio, formada por un ejército de soldados de elite, esclavos
todos ellos, que habían sido comprados en los mercados del Centro de Europa
siendo muy jóvenes, y habían sido educados para la guerra y en la fidelidad al
califa. En los tiempos de Al-Hakam II este ejercito de mercenarios y esclavos
de Europa fue siendo sustituido por beréberes, como consecuencia de la
expansión del Califato por el Norte de África y estrategia política y militar
de al-Mansur.
A pesar
de lo dicho anteriormente, los omeyas nunca abandonaron a sus clientelas
tradicionales, bien al contrario, procuraron adoptar otras nuevas. Este es uno
de los fenómenos peculiares de la política interna de Abd al-Rahmán III,
intentó atraerse a los señores y líderes rebeldes muladíes contra los que había
luchado. Sobre este asunto nos cuenta al-Jusani que cuando el cadí Aslam Ibn Abd al-Aziz iba a
proceder judicialmente contra uno de aquellos, recibió desde las alturas la
siguiente recomendación:
“ A estos señores que hablan romance, los
cuales solamente se han rendido o capitulado mediante pacto, no se les debe
tratar con desdén.”
Se
sugería a Aslam Ibn Abd al-Aziz que no continuase el proceso incoado.
De lo
que no cabe la menor duda es de que Abd al Rahmán III estuvo firmemente
decidido a ejercer un control absoluto sobre todos los resortes del gobierno, y
para ello decidió centralizar todos los órganos administrativos y apartarlos de
la influencia de las familias aristocráticas árabes; por esta razón construyó
la ciudad palacial de Madinat al-Zahra.
Este conjunto palacial fue fundado en 936 al pie de la sierra cordobesa, y a
ella fue transportado el tesoro, los departamentos administrativos, la prisión,
los almacenes y los aprovisionamientos. Además, Madinat al-Zahra era un auténtico alcazar reducto, construido por
Abd al-Rahmán al no sentirse seguro en
la capital; inquietud y desconfianza que se pondrían de manifiesto en las
propias fortificaciones de al-Zahra.
Madinat al-Zahra.
Esta
política de expansión y centralización administrativa y de grandes
construcciones tuvo como consecuencia una expansión fiscal desconocida en la
Europa Occidental de aquellos tiempos. Según Ibn Idari, las rentas del Estado
andalusí en la época de al-Nasir se elevaban a 5.480.000 dinares; solo de sus
dominios y de los mercados Abd al-Rahmán al-Nasir obtenía 765.000 dinares. La
recaudación incluía las contribuciones y rentas, los impuestos territoriales,
los diezmos, los arrendamientos, los peajes, la capitación, las tasas aduaneras
y los derechos percibidos en las tiendas de los mercados urbanos.
Estos
datos no deben hacernos creer que durante el Califato la presión fiscal fue
agobiante para los habitantes de al-Ándalus. Es evidente que los grupos
privilegiados de la aristocracia árabe veían incrementadas sus rentas sin pagar
apenas tributos, mientras que muladíes y mozárabes soportaban el mayor peso
fiscal; aún así el desarrollo económico de al-Ándalus durante el Siglo X fue
tan grande que la mayoría mejoró su calidad de vida, sus recursos y su
patrimonio; hecho que tuvo como consecuencia la adhesión de amplias capas de la
sociedad a la familia de los omeyas, de ahí la paz interior que gozó el Estado
durante más de 70 años.
Dirham acuñado en tiempos de Abd al-Rahmán III.
Aún sí,
aquella paz y aquel progreso siempre estaban pendientes de un hilo. En 937 Abd
al-Rahmán III reunió a su ejército y lo dirigió contra Ibn Hashim, gobernador
de Zaragoza que, considerando demasiado exigente al califa, le había jurado
fidelidad a Ramiro II, rey de León, y se había puesto bajo su protección. Tras
conquistar algunas fortalezas y plantarse ante Zaragoza, Abd al-Rahmán
consiguió que Ibn Hashim volviese a la obediencia. Para rematar la campaña el
califa hizo una incursión por tierras de Navarra, reino que, al menos de
palabra, le juró fidelidad.
Pero
todos estos acontecimientos hicieron recapacitar a Abd al-Rahmán. En principio
porque era evidente que cualquier sublevación podía ser apoyada por los reinos
cristianos de la Península. Además, el título de califa conllevaba en sí mismo
el deber de hacer la guerra santa a los infieles, y era una afrenta que el rey
de León no estuviese sometido al Califato. Por otra parte, aquellas tierras del
Norte podían ser sometidas a tributos, lo que no era despreciable para una
Estado con unos gastos tan elevados.
Considerando
todo esto, Abd al-Rahmán creyó necesario someter por las armas a toda la
Península Ibérica y cobrar tributos a todos sus señores y reyes. Así, en 939
reunió un formidable ejército, llamando a la guerra santa, y salió en busca de
Ramiro II. Éste, por su parte, se coaligó con castellanos y navarros y fue al
encuentro del ejército cordobés. La batalla tuvo lugar en Agosto de ese año en
los alrededores de Simancas, donde Abd al-Rahmán sufrió una severa derrota.
El Pisuerga por Simancas.
Tras el
desastre de Simancas, Abd al-Rahmán opta por un cambio radical en su política
con respecto a los reinos cristianos de la Península; abandona las aspiraciones
a someter totalmente aquellos territorios e inicia una estrategia basada en los
pactos y en las intervenciones puntuales que le garantizaban una posición de
arbitraje entre las querellas de los reyes y señores cristianos. Esta política
le dio buenos resultados; en principio estableció una firme alianza en 940 con
Sunyer, conde de Barcelona, y después, tras la muerte de Ramiro II en 950,
recibió embajadas de leoneses, castellanos y navarros en Madinat al-Zahra. Esta situación se prolongaría en tiempos de
Al-Hakam II, hasta que, coaligados de nuevo los cristianos asediaran en 975 la
fortaleza de Gormaz, bastión fronterizo del Califato.
Castillo de Gormaz, (Soria).
Los
tiempos de Abd al-Rahmán III fueron especialmente beneficiosos para la ciudad
de Córdoba. La población aumentó considerablemente, hasta alcanzar la probable
cifra de medio millón de habitantes. No prestando atención a las cifras de
población, evidentemente infladas, que a menudo ofrece la incansable visión
romántica, podemos decir sin miedo a equivocarnos que era la ciudad más grande
de Occidente y una de las mayores del Mediterráneo. En la Medina habitaba una
aristocracia árabe poseedora de extensas tierras y beneficiada con altas rentas
y subsidios procedentes del tesoro del Estado, que es tanto como decir del tesoro
personal del califa. En los barrios se había desarrollado una amplia clase
media de comerciantes y artesanos. Los talleres cordobeses exportaban tejidos,
joyas, cerámica, vidrios, bronces, marfiles y cueros. Otra de las actividades
económicas que proporcionaban enormes recursos a Córdoba era lo que podríamos
llamar “alta industria de la esclavitud”, consistente en educar a esclavos, y
sobre todo esclavas, como músicos, cantores, danzantes, recitadores y poetas
para revenderlos a un precio muchísimo más alto. La cultura se convirtió en un
gran negocio en al-Ándalus durante el Siglo X, y continuó siéndolo durante el
XI. De Oriente llegaban músicos y poetas, atraídos por el mecenazgo andalusí;
en los palacios de la aristocracia árabe no faltaban filósofos que diesen un
perfil intelectual a las reuniones festivas. Los libros eran apreciadísimos y
se pagaban grandes sumas por los ejemplares raros.
Mezquita de Córdoba, Río Guadalquivir y red urbana.
El
comercio fue otra gran fuente de ingresos para el Estado de los omeyas; sobre
todo el que se practicaba a través de las rutas caravaneras que cruzaban el
Sahara de Norte a Sur. De allí provenían productos exóticos como el marfil y el
ébano, pero sobre todo el oro de la región subsahariana.
Un
Estado tan ávido de recursos como el de los omeyas dio prioridad al control de
aquellas rutas comerciales, a pesar de la secuencia inacabable de conflictos
que aquello supuso. El principal rival en el control de aquellas rutas fue el
Califato Fatimí. Las tribus norteafricanas se alinearon en uno u otro bando;
los zanata se pusieron de parte del
Califato Omeya, mientras que los sinhaya
lo hicieron del Califato Fatimí. En fecha tan temprana como 927, Abd al Rahmán
III ocupó Ceuta y Melilla, y en 944 prestó apoyo al rebelde Abú Yazid Majlad,
que sitió al-Mahdiyya, capital fatimí. En 951 todo el Magreb Occidental estaba
del lado de los omeyas, incluido el caravansar de Siyilmansa.
Siyilmansa, actual Reino de Marruecos.
Al-Hakam
II continuó con la política de intervención en el Magreb y gastó muchos más
recursos en ello. Las numerosas campañas militares que hizo el Estado Omeya en
aquellas tierras fueron dirigidas por el general Galib, que contrató a miles de
mercenarios beréberes y sobornó a los jefes magrebíes ofreciéndoles cargos y
rentas en Córdoba. Al-Hakam II no dudó ni un instante en mantener este esfuerzo
económico y militar que aseguraba el control del comercio de las rutas
saharianas. En los últimos años de su gobierno se vio obligado a aumentar de
forma considerable la presión fiscal sobre todos los habitantes de al-Ándalus
por causa de la necesidad de obtener recursos económicos que financiasen a un
enorme ejército en campaña permanente. Los tiempos de Abd al-Rahmán III se
alejaban de una forma imperceptible y comenzaba el malestar social, pues para
los cordobeses era una afrenta ver a los esclavos (fatás) dirigir los asuntos del Estado, acumular riquezas y tratar
con desdén a todo el mundo. Madinat
al-Zahra era un nido de intrigas y muchos sabían que las decisiones
importantes se tomaban en el haren, y que los eunucos, que desempeñaban altos
cargos, obraban con entera libertad en el gobierno de al-Ándalus.
Madinat al-Zahra.
Todo lo
que construyó Abd al-Rahmán III se fue desmoronando con su hijo Al-Hakam II, y
esto ocurrió porque las bases no eran sólidas. Si analizamos las soluciones que
el primer califa dio a los problemas que aquejaban al Estado, podremos
comprobar que eran circunstanciales, meras componendas que funcionaron bien
durante un tiempo, pero que después acarrearon conflictos mayores.
De esta
forma, consiguió la adhesión de las familias aristocráticas árabes
concediéndoles más privilegios y más rentas. Lo mismo hizo con los caudillos de
los rebeldes muladíes; se los atrajo otorgándoles cargos y beneficios. Pero
todo ello a cambio de nada, solo de su poco fiable apoyo.
Los
problemas étnicos quedaron simplemente apaciguados por la bonanza económica; el
resentimiento entre árabes y beréberes continuó, el desprecio entre
descendientes de los conquistadores de 711 e indígenas también.
En el
aspecto religioso se vio obligado a declarar la guerra santa y proclamar el
deber de todo musulmán de combatir al infiel. No obstante, pronto debió de
apaciguar la intensidad de esta propaganda, cuando se convenció de que era más
conveniente pactar con los reinos cristianos que combatirlos.
Además,
aumentó su aislamiento de los grupos sociales que lo mantenían en el poder,
prescindiendo de ellos a la hora de organizar el ejército, compuesto en su
inmensa mayoría por mercenarios. Se rodeó de una guardia compuesta por miles de
esclavos, que en sí misma era ya un gran ejército. Finalmente, abandonó Córdoba
y se recluyó en el gigantesco alcázar-ciudadela de Madinat al-Zahra.
Tuvo,
eso sí, la prudencia de no abusar en exceso de la presión fiscal, a pesar de
que el mantenimiento del aparato de Madinat
al-Zahra era fabuloso.
En la
próxima entrada de esta serie analizaré cómo aquel Estado mostró todas sus
debilidades y se derrumbó finalmente, para no volver a levantarse jamás.
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