En la
entrada anterior de esta serie expuse de forma breve una serie de ideas sobre
los acontecimientos históricos que tuvieron lugar en la Península Ibérica entre
711 y 788. Vimos como hasta 755 se produjo una sucesión de luchas entre las
diversas facciones musulmanas en un ambiente de ausencia de Estado, donde se
imponía quien tuviese mayor capacidad militar. Esta secuencia de
enfrentamientos se truncó con el audaz golpe de Abd al-Rahman I, que supo
organizar unas amplias clientelas en torno a sí y un ejército compuesto en
parte por mercenarios. Para conseguir los recursos económicos necesarios para
mantener este sistema aumentó las cargas fiscales a los mozárabes y confiscó
bienes y tierras a sus oponentes y a la antigua nobleza hispano-visigoda.
Sin
embargo, la situación no se estabilizó de forma definitiva ni mucho menos; las
revueltas y sublevaciones continuaron durante los siglos IX y X, alternando con
cortos períodos de calma. Durante el emirato de Hixam I (788-796) sus hermanos, Sulaymán y Abd Allah, le disputaron el poder. Al-Hakam I (796-822) tuvo que
hacer frente a revueltas en las marcas fronterizas del Norte y a una feroz
sublevación en el Arrabal de Córdoba, por lo que recibió el sobrenombre de al-Rabadí. Abd al-Rahmán II (822-852)
tuvo un gobierno más tranquilo en los asuntos internos, pero se vio obligado a
hacer frente al movimiento de protesta de los cristianos (mozárabes)
cordobeses. Durante el emirato de Muhammad I (852-886) estalló la violentísima
sublevación de los muladíes de Ibn Hafsún, que se prolongó durante la época de
Al-Mundir (886-888) y Abd-Allah (888-912), y que no fue sofocada hasta finales
de 928, en tiempos de Abd al –Rahmán III (912-961); al año siguiente, éste
último se autoproclamaba califa.
Quizás
el fenómeno social más importante del período que va desde 755 hasta mediados
del Siglo X es la conversión masiva de cristianos al Islam. Esto ocurrió, entre
otras razones, porque los omeyas aumentaron considerablemente los tributos (dimma) que debían pagar los cristianos.
La forma más fácil de evadir este pago era hacerse musulmán, lo cual no era
complicado, bastaba con hacer profesión de fe delante de dos testigos. Teniendo
en cuenta que el Islam es una religión cuyos fundamentos son fáciles de
comprender, los invasores del 711 carecían de profundos conocimientos
religiosos, eran soldados de fortuna y los conceptos trascendentes no les
ocupaban mucho. Por esa razón, tampoco se exigía demasiada formación religiosa
a los nuevos conversos hispanos (mulah).
Probablemente, quienes primero se convirtieron al Islam fueron algunas familias
de la nobleza hispano-visigoda, quiénes, además, practicaron matrimonios mixtos
con los invasores. Como ya hemos dicho, la gran masa de la población comenzó a
islamizarse a partir de la llegada de Abd-al Rahmán I, como método de evasión
fiscal. Por otra parte, el hecho de que los primeros emires omeyas se
embarcaran en la construcción de una administración del Estado, que antes no
existía, fue otro elemento que fomentó la apostasía, pues durante los emiratos
de Abd-al Rahmán I y Hixam I solo los musulmanes tenían acceso a los cargos
administrativos y al servicio de palacio. No obstante, Al-Hakam I cambió de
conducta y permitió el acceso a la función administrativa a los cristianos
(mozárabes), sobre todo porque llegó al convencimiento de que no podía confiar
completamente en los árabes, que atendían más a los deberes e intereses del
linaje que a los del servicio al emir y al Estado.
Los
cristianos que desempeñaban cargos administrativos fueron pronto considerados
como colaboracionistas por aquellos otros que consideraban a los musulmanes
como invasores e infieles faltos de legitimidad. Este último fenómeno fue
creciendo desde la llegada de Abd-al-Rahmán I, pues anteriormente el hecho
religioso se mantuvo en segundo plano. Un ejemplo más que evidente de la
importancia que adquirieron los cristianos en el servicio palatino es el caso
de que Al-Hakam, temeroso de las conjuras de los altos funcionarios cordobeses,
formó una guardia personal, constituida por los jurs (silenciosos), llamados así porque no hablaban árabe,
procedentes de los reinos cristianos y de tierras aún más lejanas; todos ellos
estaban bajo el mando de Rabí, el comes
(jefe de los cristianos) que dirigía la comunidad mozárabe en aquel tiempo.
Este mismo Rabí recibió la orden de Al-Hakam I de reprimir la revuelta del
Arrabal cordobés.
Se
puede decir que a mediados del Siglo IX grandes sectores de la población eran
muladíes, sobre todo en el Sur y el Este de la Península, donde las
conversiones habían sido masivas. En la Meseta y en la zona Occidental
abundaban mucho los mozárabes; la ciudad de al-Ándalus donde estos eran más
numerosos era Toledo. En Córdoba también había muchos cristianos y no está
probado que viviesen en barrios aparte de los muladíes; sí parece cierto que
ninguno de ellos vivía en la medina, la zona noble de la ciudad.
Mozárabes.
Los
cristianos, aparte de estar obligados a pagar la dimma, cada vez más onerosa, habían sufrido numerosas
confiscaciones. A este respecto, Ibn
al-Qutiya en Tarij ifti-tah al-Andalus, “Historia de la
conquista de al-Andalus” afirma que el hecho central que marcó los sucesos
del año 711 fue el pacto que hicieron los hijos de Witiza con los
conquistadores, representados primero por Tarik, y después por Musa. Este
acuerdo les habría permitido disfrutar de unas posesiones muy numerosas. Ibn
al-Qutiya era descendiente de Witiza a través de una nieta del rey visigodo,
Sara, casada con un miembro del ejército conquistador, que dio lugar a la
poderosa familia sevillana de los Banu Hayyay, clan que protagonizó a finales
del Siglo IX y comienzos del X una seria revuelta contra los omeyas cordobeses.
Esta situación en
la que se encontraban los cristianos les impulsó a colaborar con los omeyas o a
convertirse al Islam, pasando a ser muladíes. El problema era que los gastos de
la hacienda cordobesa aumentaban de forma imparable y había que aumentar la
presión fiscal de forma constante. Como los tributos de la dimma no eran
suficientes fue necesario aumentar los impuestos a los muladíes, sobre todo a
los de las provincias (coras), con el resultado de que el Estado Omeya
se estaba convirtiendo en un imperio que exprimía a los habitantes de las
provincias; este es el contexto que hizo estallar la sublevación de de Ibn Hafsún en 880, que estuvo
a punto de derribar a los omeyas un siglo antes de su caída definitiva en 1031.
Dirham de Al-Hakam II.
Dirham de Al-Hakam II.
Uno de
los capítulos que causaba más gastos al tesoro del emir era el mantenimiento de
una administración cada vez más extensa y compleja. Abd-al-Rahman II fue quién
llevó a cabo una expansión administrativa en profundidad; para ello se inspiró
en el aparato burocrático de los califas abbasíes. Organizó un cuerpo de
visires, dirigidos por el hayib, una
especie de jefe de gobierno. En Córdoba nombró un inspector de mercado, el Sabih al-Suq, y un jefe de policía, el Sahib al-Madina.
Los
cargos palatinos fueron ocupados en un principio por clientes omeyas, sirios o
árabes en general; todos ellos poseedores de tierras y beneficiados con rentas,
subsidios y toda clase de privilegios. A partir de Al-Hakam I los cargos
administrativos fueron pasando a manos de muladíes, judíos y cristianos. Sin
embargo, los omeyas jamás intentaron prescindir de las clientelas árabes y
sirias, sus patrimonios agrarios fueron respetados y sus rentas incrementadas a
costa del erario palatino; todo ello a pesar de que la desconfianza de los
emires hacia estas familias fuese aumentando con el tiempo. En el fondo estaba
la cuestión de que los omeyas consideraban que la más sólida base de su poder
descansaba en el apoyo de estos linajes, muy extensos además, como consecuencia
de la práctica de la poligamia.
Otro
capítulo que generaba un enorme gasto al Estado era el mantenimiento del
ejército. El antiguo yund (ejército)
árabe y sirio ya demostró su ineficacia cuando Abd-al-Rahmán I tomó el poder;
para vencer a sus oponentes hubo de contratar mercenarios beréberes del Norte
de África. Al-Hakam I dio un paso más y creó la guardia personal de los jurs (silenciosos), compuesta por mercenarios
cristianos. Abd-al Rahmán II incrementó notablemente el número de mercenarios
de la guardia y, tras la invasión de los normandos del año 844, ordenó que se
construyese una flota de guerra, según nos narra Ibn al-Qutiyya:
“Ordenó que se construyese una atarazana en
Sevilla y que se fabricasen barcos; se preparó la fábrica, reclutando hombres
de mar de las costas de al-Ándalus, a quienes dio buenos sueldos y proveyó de
instrumentos o máquinas para arrojar betún ardiendo. De este modo, cuando los
normandos hicieron la segunda incursión en el año 244 (858/859) en tiempos del
emir Muhammad, se les salió al encuentro en la embocadura del río
(Guadalquivir) y se les puso en fuga; les quemaron algunas naves y se
marcharon.”
La
madera necesaria para construir esta flota se extrajo de los gigantescos
bosques de la Sierra de Segura.
Otra
partida que suponía un alto coste para el tesoro era el lujo necesario de la
vida en palacio, sobre todo porque suponía la importación de productos muy
caros traídos de Oriente. Según Ibn Hayyan, la renta anual del Estado en
tiempos de Al-Hakam I era de 600.000 dinares, que ascendieron a un millón en la época de su sucesor.
Tales
necesidades financieras exigían un aumento constante de la presión fiscal, que
recaía casi exclusivamente sobre cristianos, judíos y muladíes. El aumento de
los impuestos se notó sobre todo en las provincias (coras) del Sur de al-Ándalus. Las marcas fronterizas del Norte
estaban gobernadas por antiguas familias hispano-visigodas que se habían
convertido al Islam poco después del 711. Estos walíes actuaban de una forma muy independiente y los habitantes de
aquellos territorios soportaban menos exigencias del Estado cordobés. Sin
embargo, todo el Sur y el Levante soportaban tantas cargas que la sublevación
estalló en tiempos de Muhammad I. Los sublevados fueron en general muladíes y
cristianos, pero también aprovecharon la debilidad del Estado las familias
árabes y beréberes, que solo cuidaban de sus intereses tribales.
En los
años 873-874 las malas cosechas provocaron una crisis de subsistencia; sin
embargo, Muhammad I se empeñó en cobrar el diezmo, para lo cual depuso al
prudente gobernador que se negaba a hacerlo y nombró en su lugar a Hamrun Ibn
Basil, quien cobró el diezmo violando los domicilios, apaleando y ahorcando a
los cordobeses resistentes al fisco.
Desde
el año 874 existía un ambiente de revuelta en todo al-Ándalus, y en 878
estallaron los disturbios en Málaga, Algeciras y Ronda. En 880 comenzó a
alcanzar fama Umar Ibn Hafsún, un muladí que se había sublevado en la Ajarquía
malagueña. Llevando a cabo actos de bandolerismo desde su base del castillo de
Bobastro (Colmenar), Ibn Hafsún se hizo dueño de las montañas circundantes.
Ruínas del castillo de Bobastro.
Ruínas del castillo de Bobastro.
Durante
el breve emirato de Al-Mundir (886-888), Ibn Hafsún consolidó su poder y amplió
su radio de actuación, llegando hasta los alrededores de Priego, Jaén y Lucena.
Ibn Idari nos ha transmitido uno de los discursos que Ibn Hafsún lanzó a sus
seguidores:
“Desde hace demasiado tiempo habéis debido
soportar el yugo del emir, que os quita vuestros bienes y os cobra impuestos
aplastantes, mientras que los árabes os llenan de humillaciones y os tratan
como esclavos. Yo no quiero sino haceros justicia y sacaros de la esclavitud.”
Entre
888 y 912 la revuelta muladí estalló en al-Ándalus, convirtiendo el país en un
mosaico de señoríos independientes de los omeyas. Hubo un momento en que el
emir Abd Allah apenas controlaba la campiña cordobesa. El emir hubo de hacer
grandes concesiones a los señores autónomos, mientras el poder central se
debilitaba cada vez más.
Ibn
Hafsún tenía sus propios proyectos y comenzó a establecer relaciones
diplomáticas; entre ellas estuvo el matrimonio de su hijo con una hija de Ibn
al-Saliya, rebelde muladí del Sur de Jaén, y el intento de casar a su hija con
el hijo de Ibrahim Ibn Hayyay, señor de Sevilla.
El emir
Abd Allah intentó comprarlo, nombrándolo gobernador de la cora de Rayya
(Archidona-Málaga), pero el muladí volvió a la disidencia. Ibn Hafsún era el
dueño de una franja que iba desde Algeciras a Murcia.
Los
años 890 y 891 fueron los peores para el Estado Omeya, pues la caballería de
Ibn Hafsún merodeaba el arrabal cordobés de Saqunda.
Fue entonces cuando Ibn Hafsún se convirtió al cristianismo. Éste acto
demuestra por un lado la convergencia de intereses entre muladíes y mozárabes,
y por otro la intención del rebelde de atraerse a los numerosos mozárabes que
habitaban en Lusitania, la Meseta Sur y el Valle del Ebro. En aquel momento el
Estado Omeya estuvo a punto de derrumbarse, pero entonces las familias árabes
comprendieron que el fin del emirato cordobés significaba también el fin de sus
privilegios. En Córdoba se tomó la decisión de combatir sin tregua a los
muladíes sublevados y por primera vez se utilizó la religión en al-Ándalus como
arma política y militar; se acusó a los muladíes de ser falsos musulmanes y se
declaró la lucha contra ellos como yihad
(guerra santa). Así sobrevivieron los omeyas a su más que probable
desaparición.
En 912
fue proclamado emir Abd al-Rahmán III, y no esperó para continuar la guerra
contra los sublevados. En 913 conquistó Écija y después las coras de Yayyán (Jaén) e Ilbira
(Granada); al poco sometió las Alpujarras. Entre 914 y 917 realizó expediciones
contra la Ajarquía malagueña; en este último año murió Ibn Hafsún y sus
posesiones fueron repartidas entre sus cuatro hijos. En 919 asedió el castillo
de Bobastro, base original de los rebeldes y en 922 llevó a cabo una gran
campaña en la que arrasó las coras de
Ilbira (Granada), Rayya (Archidona-Málaga), Takurunna (Ronda) y todo el Valle del
Guadalquivir. En 923 volvió sobre Bobastro, saqueando la Ajarquía malagueña.
Todavía tuvo que esperar a 928 para tomar Bobastro, último reducto de los
sublevados.
En 929,
año de la autoproclamación de Abd al-Rahmán III como califa, todos los focos de
disidencia muladíes, mozárabes, árabes y beréberes reconocían la soberanía del
Estado Omeya.
Los
éxitos de Abd al-Rahmán III se debieron en buena parte a su capacidad para
negociar; siempre ofreció condiciones ventajosas y cargos a aquellos señores
rebeldes que optaron por deponer su actitud y jurarle fidelidad; a todos ellos
los integró en el ejército cordobés.
Además,
recurrió a los mercenarios, a menudo cristianos, a pesar de que aseguraba hacer
la guerra santa. Fue él quien durante su etapa como califa nutrió su guardia
con esclavos procedentes del Norte y el Este de Europa; algunos de estos
esclavos fueron adquiridos para emplearlos en los cargos administrativos del
palacio y en las tareas del harén; muchos de ellos, y los más caros, eran
eunucos, y se les conocía con el nombre de fatás.
La
Historia del Estado de los omeyas es la historia de la sublevación y la amenaza
de revuelta constantes. Esto ocurrió en gran medida por ser aquella una
sociedad fragmentada étnica, cultural y religiosamente; pero también fue
responsable de aquella inestabilidad la propia estructura del régimen, basada
en una clase dirigente cubierta de lujos y privilegios que vivía a costa de los
tributos y obligaciones de la gran mayoría de la población. Aunque durante el
período del Califato el ambiente general fue de tranquilidad, aquella mezcla de
discriminación étnica, religiosa, económica y jurídica acabó haciendo saltar el
sistema. A ello contribuyeron otros factores que analizaremos en la siguiente
entrada de esta serie.
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