En 1031
toda Europa quedó atónita cuando se difundió la noticia de que el aparato
político y militar que dominaba gran parte de la Península Ibérica desde la
ciudad de Córdoba se había derrumbado.
Usaré una serie de palabras algo compleja para definir aquel Estado que
desapareció en la primera mitad del Siglo XI porque, aunque cueste creerlo, no
tenía nombre. Y esta cuestión tan extraña de que un Estado que duró dos siglos
y medio no tuviera nombre es algo que ha influido hasta hoy en día en el
concepto que siempre se ha tenido de aquel fenómeno histórico. Porque el nombre
de al-Ándalus no se le puede aplicar, ya que éste es un concepto mitad
geográfico, mitad cultural, pero no político. Al-Ándalus en un principio era
como llamaban los norteafricanos a la Península Ibérica, pero con el tiempo
pasó a significar como aquella porción de la Península gobernada por
musulmanes, fuesen quienes fuesen.
Si lo
denominamos Califato de Córdoba, solo hacemos referencia a una etapa, la segunda,
que compone su Historia, pues la primera etapa se denomina Emirato
Independiente de Córdoba. Si hablamos de dinastía Omeya, olvidamos que en los
últimos años quien gobernó durante un período importantísimo fueron los
amiríes, no los omeyas, aunque hubo un intento de restauración.
El
simple hecho de que aquella gran potencia carezca de un nombre que la pueda
definir adecuadamente ya es indicio de la situación cambiante y la enorme
inseguridad en que vivió aquel Estado.
En los
comentarios que voy a publicar sobre la Córdoba imperial islámica intentaré
dejar claro que aquel Estado fracasó absolutamente, aunque tuvo sus momentos de
esplendor, y que Córdoba fue durante aquel tiempo una ciudad imperial, al
estilo de Constantinopla durante la Edad Media.
La desaparición
de aquel Estado fue un golpe mortal para el Islam en la Península Ibérica y
abrió la puerta a una alternativa de unidad, protagonizada en esta ocasión por
los reinos cristianos.
En este
primer comentario hablaré exclusivamente de la formación del Estado cordobés,
de las causas que favorecieron su aparición, de los obstáculos que encontró en
su nacimiento y de sus primeros momentos de vida.
Estrecho de Gibraltar.
La
primera pregunta que debemos hacernos es ¿quiénes eran aquellos primeros
invasores del año 711? Evidentemente soldados; pero hay que tener en cuenta
algo muy importante, se trataba de soldados de fortuna; es decir, que la
mayoría de ellos eran gentes que veían en el uso de las armas una forma de
ganarse la vida y obtener riquezas. Sus capitanes eran ciertamente una serie de
caudillos militares de origen árabe, que teóricamente dependían del califa de
Damasco. Musa Ibn Nusayr era gobernador de la provincia de África y Tarik Ibn
Ziyad su comandante; ambos estaban en sus cargos por voluntad del califa al-Walid, pero la lejanía de
Damasco les hacía prácticamente independientes. Tanto es así, que en 713,
cuando aún la conquista de la Península no estaba concluida, al-Walid amonestó
a Musa por su proceder excesivamente autónomo.
Los que llegaron a
la Península en 711 eran, por tanto, una aristocracia militar que buscaba
victorias y riquezas y que actuaba de forma muy independiente. Como su número
era reducido habían reclutado a la tropa entre los beréberes, la mayoría de
ellos gente rústica a la que se le había prometido un abundante botín y un
puesto en el paraíso. Aquellos beréberes de Tarik se habían convertido al Islam
hacía pocos años, de la lengua árabe probablemente tenían un escaso manejo. Se
habían unido a los capitanes árabes porque creían firmemente que junto a ellos
prosperarían en todos los sentidos.
Musa envió a Tarik
a la Península porque recibió una solicitud de parte de un grupo de nobles
visigodos. Este partido estaba organizado en torno a los hijos del difunto rey
Witiza. Éste había muerto en 710 y su hijo Agila alegaba ser el legítimo
heredero de la Corona. Sin embargo, para su decepción, otro grupo nobiliario
rival coronó a Roderico, conocido por nosotros como Rodrigo. Como la monarquía
visigoda era electiva, los partidarios de Roderico vieron como un hecho
legítimo la coronación de su candidato. Pero Roderico solo contaba con el apoyo
de una parte de la nobleza; los hijos de Witiza y sus aliados conspiraron desde
el primer momento contra él. Además, eran numerosos los nobles que buscaban
desembarazarse de la autoridad real y actuar con plena libertad en sus
respectivos dominios. Aquella nobleza levantisca esperaba de los soldados de
Musa que venciesen a Roderico para que de nuevo volviese la pugna por instalar
en el trono a un rey favorable a sus intereses, a cambio acordaron
recompensarles adecuadamente.
Moneda acuñada por el rey Witiza.
Tarik llegó a la
Península en 711 con 7.000 beréberes, a los cuales se unieron poco después
otros 5.000; Roderico les salió al encuentro a orillas del río Guadalete según
unos, a orillas del Barbate según otros y a orillas del Guadarranque según
otros. En la batalla murió Roderico y el ejército hispano-visigodo sufrió una
gran derrota.
La misión de Tarik
era entonces aniquilar a los partidarios de Roderico, para ello contaba con el
apoyo de muchos nobles hispano-visigodos; entre los más destacados, los
familiares de Witiza. Es en este justo momento cuando Tarik comprende que en
toda la Península no existe un ejército que pueda oponérsele; es más, una parte
importante de la nobleza peninsular desea que imponga orden, eso sí,
preservando sus privilegios.
Desde Cádiz, Tarik
se dirigió a Medina Sidonia, Morón y Sevilla. Esta última ciudad estableció un
pacto con los musulmanes según el cual los sevillanos se comprometían a pagar
un tributo y derruir parte de las murallas. Desde allí se dirigió a Toledo,
donde se reunió con Musa, que había llegado a la Península con 18.000 soldados
de refuerzo. Entre los recién llegados se encontraban numerosos aristócratas
árabes y yemeníes, acompañados por sus clientelas.
La mayor parte de
la nobleza hispano-visigoda capituló y estableció pactos con los musulmanes,
sometiéndose a ellos a cambio de conservar sus bienes y sus privilegios. Las
capitulaciones (sulh) fueron individuales, porque el Estado había
desaparecido y solo los soldados musulmanes eran capaces de garantizar cierta
estabilidad. Quienes se opusieron al dominio musulmán perdieron sus tierras,
que pasaron a ser propiedad de la umma o comunidad musulmana en concepto
de botín. Los que capitularon, llamados dimmíes, conservaron sus
derechos, aunque debían pagar un tributo.
Es evidente que
aquellos musulmanes de comienzos del Siglo VIII se comportaban como una clase
militar que vivía principalmente de los tributos, ya que la mayor parte de las
tierras permaneció al principio en manos de la nobleza hispano-visigoda. No
tenían los conquistadores muchos deseos de que se produjeran conversiones
masivas al Islam, ya que esto supondría una reducción drástica de la
recaudación de impuestos.
Iglesia visigoda de San Pedro de La Nave, Zamora, siglo VII.
Desde un principio
este grupo militar actuó con mucha independencia con respecto a Damasco,
capital del Califato; prácticamente se limitó a solicitar del walí de
África la ratificación de los gobernadores de al-Ándalus.
Pero el sistema era
sumamente inestable, sobre todo porque desde el comienzo aquella clase militar
estableció rígidas jerarquías dentro de ella misma; árabes y yemeníes se
quedaron con las mejores tierras y la parte más rica del botín y entregaron a
los beréberes las tierras yermas y frías de la Meseta. El reparto de tierras y
bienes no se hizo conforme a ley islámica y cada uno tomó lo que pudo, sin
reservarse la quinta parte (jums ) para el Califa y quedando para los
beréberes lo peor. Sobre esto Ibn Hazm afirma lo siguiente:
“…en al-Andalus jamás se reservó el quinto ni dividió el
botín, como lo hizo el profeta en los países que conquistó, ni los
conquistadores se avinieron de buen grado a ello ni reconocieron el derecho de
la comunidad de los musulmanes, como lo hizo en sus conquistas Umar; antes
bien, la norma que en esta materia se practicó fue la de apropiarse cada cual
de aquello que con sus manos tomó.”
Moneda acuñada por Musa Ibn Nusayr.
De esta forma el
descontento de los beréberes fue en aumento hasta que en 740 se sublevaron en
el Magreb. De inmediato la rebelión se extendió por toda la Península, donde
componían una tropa aguerrida. Los beréberes se organizaron en tres columnas;
una se dirigió a Toledo, otra a Córdoba y la tercera al Estrecho. Siendo
informado de estos hechos, Hixam, califa de Damasco, envió al Magreb un
ejército (yund) compuesto por sirios vinculados estrechamente a los
Omeyas; sin embargo, fueron derrotados por los beréberes. Una parte del
ejército sirio al mando de Baly Ibn Bisr huyó hacia el Oeste, llegando a Ceuta.
Ocurrió entonces
que el gobernador de al-Andalus, Abd al-Malik Ibn Qatan, ante la amenaza de la rebelión bereber
en la Península permitió que el yund sirio entrase en al-Andalus en el
741. Estas tropas derrotaron a los beréberes de la Península, pero después no
mostraron interés ninguno en regresar a su país de origen ni volver a combatir
en el norte de África, sino que decidieron quedarse, convirtiéndose en la
fuerza militar dominante, instalando en el gobierno a su jefe Baly Ibn Bisr .
La aristocracia
árabe que se había visto al borde de la catástrofe con los beréberes se negó
después a que los sirios se asentaran, dando lugar a violentos enfrentamientos que
sólo terminaron cuando el califa Hixam envió a Abu al-Jattar al-Kalbi como
gobernador, a quien se atribuye la solución de permitir asentarse a los sirios,
acabando las disputas con los árabes.
Los sirios se
establecieron sólidamente y acordaron alianzas con la nobleza hispano-visigoda,
mientras los árabes acabaron resignados ante la evidencia de que solo el yund
sirio era capaz de mantener la inestable situación peninsular. Aquellos
acuerdos promovidos por los intereses de las distintas partes permitieron un
cierto clima de paz mientras el Califato Omeya de Damasco se desmoronaba; en
744 el califa al-Walid era asesinado.
Sin embargo, la
ausencia de un verdadero Estado, es decir, de una organización política sólida,
hizo que el sentimiento tribal (asabiyya) ocupase aquel vacío
institucional y provocase de nuevo una serie de enfrentamientos, esta vez entre
árabes del Norte (qaysíes) y yemeníes. Como consecuencia los qaysíes,
apoyados por otros descontentos, se rebelaron contra el walí al-Jattar,
lo derrotaron en batalla campal y colocaron en su puesto a Tuwaba Ibn Salama en
745. Fallecido éste, los árabes nombraron en 747 al que sería el último walí
dependiente de Damasco, Yusuf al-Fihri.
La respuesta de los
yemeníes no se hizo esperar, organizaron una gran coalición que se enfrentó a
los qaysíes en 747 en la alquería de Saqunda, junto a las puertas de
Córdoba. Yusuf al-Fihri venció a los
yemeníes en aquella batalla con el apoyo de el pueblo hispano-visigodo de la
ciudad; las represalias fueron terribles y hubo muchas ejecuciones.
Al-Fihri comprendió
que la organización tribal era el principal obstáculo para la construcción de
un Estado andalusí, sobre todo teniendo en cuenta que la autoridad del Califato
de Damasco se diluía cada día más. En 750 la familia de los abbasíes llevó a
cabo una matanza de omeyas en la capital califal de Siria; muy pocos escaparon,
entre ellos Abd al-Rahman ibn Marwan, que se refugió en el Magreb.
Cuando Abd
al-Rahman supo que en al-Ándalus había un numeroso grupo de clientes de los
omeyas que habían llegado allí con el yund sirio, se puso en contacto
con ellos a través de sus agentes. Después mantuvo contactos con el walí al-Fihri
y con al-Sumayl, líder de las tribus qaysíes, pero ambos se negaron a
apoyarle. Entonces Abd al-Rahman dio un giro y buscó una alianza con los
yemeníes.
En 755 Abd
al-Rahman desembarcó en Almuñecar, ante lo cual al-Fihri y al-Sumayl intentaron
negociar con él, ofreciéndole bienes y propiedades. Fracasada la
negociación, Abd al-Rahman llamó en su
apoyo los clientes omeyas, a los yemeníes y a los beréberes; posteriormente se
enfrentó con al-Fihri en Al-Musara, cerca de Córdoba, donde obtuvo la
victoria. Tras entrar en Córdoba fue proclamado emir de al-Ándalus.
No obstante, Abd
al-Rahman I se enfrentaba ahora al mismo problema al que se enfrentó al-Fihri
poco antes: la construcción de un Estado en al-Ándalus. Para alcanzar este
objetivo debía romper la organización tribal que tantos enfrentamientos había
provocado entre los conquistadores musulmanes. La primera sublevación a la que
hubo de enfrentarse fue a la de sus propios aliados, los yemeníes. Después se
vio obligado a reprimir a los partidarios de al-Fihri que todavía quedaban y
que se mantuvieron hasta 765. A estos últimos se les unieron los beréberes,
incansables revoltosos.
Desde luego
que Abd al-Rahman I contó con numerosos
apoyos; entre ellos quizás el más importante el del yund sirio. También
le apoyaron nutridos grupos de omeyas, que se apresuraron a entrar en la
Península Ibérica en este momento y que formaron una extensa clientela que
acabaría siendo el grupo privilegiado y dirigente de al-Ándalus durante los
siglos IX y X. Estos omeyas de la tribu de Marwan obtuvieron pensiones, tierras
y exenciones fiscales, ocupando junto al soberano y sus parientes más próximos
el escalón más alto de la jerarquía social y palatina de Córdoba.
Otra necesidad de
Abd al-Rahman I era organizar un ejército andalusí desvinculado de la
organización tribal, para ello reclutó a 40.000 beréberes norteafricanos y
esclavos de Europa Meridional. Las crónicas de los Ajbar Maymua resumen
así la política de Abd al-Rahman I:
“Se rodeó entonces de una guardia de clientes, y reunió
en torno a sí a los Banu Omeya de Córdoba, que tenían allí familias espléndidas
y ricas, así como numerosos beréberes y otras gentes.”
Para recompensar a
estas numerosas clientelas y pagar el ejército de mercenarios Abd al-Rahman I
se vio obligado a aumentar considerablemente la recaudación fiscal; esto lo
hizo básicamente a costa de los cristianos. Como ejemplo, obligó en 758 a los
mozárabes de Qastiliya (Ilbira) a pagar 10.000 onzas de oro,
10.000 libras de plata, 10.000 cabezas de caballos y mulos y 1.000 equipos militares
compuestos de armadura, casco y lanza.
Por otra parte
confiscó los bienes de muchos nobles hispano-visigodos, violando los pactos del
711. Incautó los bienes de los descendientes del conde Teodomiro y los de los
hijos de Witiza.
En 785, tras comprar
la basílica de San Vicente a los mozárabes de Córdoba, la hizo derruir y en el
solar comenzó a construir la mezquita aljama de Córdoba. Por esas mismas fechas
construyó el Alcázar de Córdoba frente a la mezquita y el río, en el mismo
lugar que ocupaban las antiguas
dependencias administrativas del gobierno visigodo y de los antiguos walíes.
Puerta de San Esteban de la Mezquita de Córdoba. Época de Abd al-Ranmán I.
Como hemos podido
comprobar, entre 711 y 755 la Península Ibérica se vio sometida
alternativamente a luchas de facciones y sus consecuentes pactos con un fondo
político e institucional caracterizado por la ausencia del Estado. Fueron los
grupos armados los que impusieron en cada momento su voluntad, ya fuesen
árabes, yemeníes, sirios o beréberes. La nobleza hispano-visigoda acabó pagando
caro su egoísmo y falta de visión, pues perdió los privilegios y bienes que
intentaba salvaguardar y terminó desapareciendo a la postre.
Los omeyas
apuntalaron su poder rodeándose de una clientela privilegiada, a la que había
que recompensar constantemente por su fidelidad. El control de los territorios
se basaba al fin en el mantenimiento de un costoso ejército de mercenarios y
esclavos. Aquel Estado, por tanto, carecía de sólidos cimientos, y toda su
Historia es la de la perpetua amenaza de sublevación.
En la siguiente
entrada de esta serie veremos como evolucionó el Estado Omeya, en una huída
hacia adelante sin interrupción.
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