Tenga razón quien la tenga, lo cierto es que cuando asistimos al nacimiento de un Estado siempre somos testigos de un acto de fuerza. Debe entenderse aquí el concepto de fuerza no exclusivamente como violencia, sino también como voluntad, perseverancia, resistencia, sacrificio y ambición. Quizás haya quien recuerde el nacimiento de la India moderna tras la descolonización; pero si alberga alguna duda sobre lo que acabamos de afirmar, debe recordar que aquel territorio alcanzó su independencia con altas dosis de voluntad, perseverancia y sacrificio; es decir, la India se formó como Estado gracias a una fuerza no violenta, pero fuerza al cabo.
A comienzos del Siglo VIII el reino de los francos parecía llevar el mismo camino que el de otros reinos germánicos de Europa Occidental, el camino de la desaparición. El rey Clodoveo, muerto en 511, al fin y al cabo había sido un caudillo bárbaro que, tras alcanzar importantes victorias, había conseguido la fidelidad de muchísimos guerreros y sometido extensos territorios desde el río Garona hasta la cuenca del Rín. Como auténtico bárbaro que era, admiraba a Roma sobre todas las cosas, y por esa razón se bautizó en 496 e hizo un pacto con Anastasio I, emperador de Oriente.
Bautismo de Clodoveo.
Siendo rey de los francos, Clodoveo deseaba parecerse al emperador de Constantinopla, pero carecía de los rudimentos necesarios para organizar un Estado complejo; por tanto, solo alcanzó a comportarse como lo haría un rey germano, atrayendo en torno a sí a un grupo de guerreros entre los cuales repartió tierras y riquezas obtenidas de los botines de guerra. Cuando murió, repartió el reino entre sus herederos, tras lo cual comenzó un prolongado período de luchas entre familias y bandos. Durante los siglos VI y VII, los hombres más ricos y poderosos acumularon tierras y reclutaron extensas clientelas armadas, el título de rey dejó de tener valor y los nobles actuaron con total independencia.
Yelmo franco.
En medio de aquellas luchas nobiliarias, una familia se impuso a las demás gracias a la fuerza y la inteligencia. Pero no solo debido a esto, sino también a la riqueza. SE trataba de una familia perteneciente a la nobleza franca cuyos miembros habían heredado el título de mayordomos de palacio. Si tenemos en cuenta que el título de rey a comienzos del Siglo VIII carecía de valor, debemos concluir que el título de mayordomo tampoco lo tenía. ¿A qué se debía, por tanto, el poder de aquella familia de los mayordomos de Austrasia? En principio a que eran dueños de extensas tierras en el fértil territorio que se extiende entre el Rin y el Mosa; los mayordomos de Austrasia podían entregar tierras a amplias clientelas de guerreros; hombres que les serían fieles, pues se lo debían todo. Por otra parte, hay que tener en cuenta que las tierras de los mayordomos de Neustria se extendían por un territorio donde se encontraban las ciudades comerciales más importantes del Norte de Europa en aquel tiempo. Estas ciudades, cercanas todas ellas a la antigua frontera del Imperio Romano, habían surgido como acuartelamientos y fortificaciones de las legiones; otras, en cambio, crecieron como centros comerciales fronterizos, donde se negociaba con pieles, resina, miel, metales y esclavos. Algunos de estos centros urbanos cumplían ambas funciones; en ellos tenían su residencia habitual los funcionarios del emperador, allí se acuartelaban unidades militares y se reclutaban soldados que acudían del otro lado de la frontera; en ellos había un gran mercado donde se compraban y vendían esclavos procedentes de Germania y el Báltico.
La mayor parte de estas ciudades quedaron integradas en el territorio de los mayordomos de Austrasia desde muy pronto. Una de las ciudades más importantes, Tréveris, fundada en el Siglo I a. C., mantuvo las estructuras sociales, económicas y culturales romanas después de la desaparición del Imperio Romano de Occidente; incluso, durante mucho tiempo, continuó hablándose en latín en el interior de sus murallas.
Porta Nigra, Tréveris.
Pero la verdadera capital de Austrasia era la ciudad de Metz, donde convergían las rutas que llegaban de Lyon, Reims, Treveris, Maguncia y Estrasburgo. Era un centro comercial que se hallaba en el centro de una de las regiones más ricas de Europa Occidental en aquel tiempo.
Aquella región entre el Rin y el Mosa era una de las más pobladas del Norte de Europa y aportaba una cantidad ingente de recursos económicos y humanos a los mayordomos de Austrasia.
A comienzos del Siglo VIII aquellos mayordomos se comportaban de manera absolutamente independiente con respecto a la autoridad real. Este comportamiento era compartido por el resto de nobles francos, siendo el rey uno más entre ellos. Los mayordomos de Austrasia acuñaban moneda, recaudaban impuestos y reclutaban soldados en sus fértiles tierras. Esta familia de la más alta nobleza es conocida con el nombre de pipínidas, por el nombre del primer mayordomo de Austrasia que mostró voluntad de expandir sus dominios por todo el territorio de los francos, Pipino de Landen, llamado El Viejo. Con gran habilidad estableció vínculos con la nobleza de Metz y puso las bases para que su nieto Pipino de Heristal organizase un eficaz ejército compuesto por hombres fieles entre los que repartía tierras de sus propias posesiones en Austrasia. Así pues, el poder militar de los pipínidas tenía su sostén en unas amplias clientelas militares que recibían una compensación al convertirse en terratenientes, ya fuese en propiedad, ya en usufructo.
Tras enconadas luchas y una buena capacidad para negociar, Pipino de Heristal fue sometiendo a la nobleza franca y emprendió campañas militares contra los aquitanos, los borgoñones, los frisones y los alamanes del Alto Rin. A finales del Siglo VII había puesto bajo su autoridad a la mayor parte de Galia y toda la cuenca del Rin.
La creación del Imperio de los Omeyas aceleró los acontecimientos, quedando el Estado de los pipínidas como el único poder capaz de presentar cierta resistencia a la expansión del Islam. Dicha expansión por el Mediterráneo supuso un auténtico mazazo para la economía europea, como expuso magistralmente Henri Pirenne en sus obras Mahoma y Carlomagno y Las ciudades de la Edad Media. Aunque hoy día sea imprescindible corregir a Pirenne, lo cierto es que supo ver con claridad un hecho de gran importancia: la expansión de los omeyas por el Mediterráneo cerró los puertos e hizo impracticables las rutas marítimas, arruinando el comercio. Las costas de Sicilia, Sur de Italia, Provenza y las islas fueron saqueadas; durante los siglos VIII y IX las comunicaciones del Sur de Europa quedaron bloqueadas y el núcleo de los intercambios comerciales basculó hacia el Mar Rojo y el Océano Índico; prueba de ello es que los abasíes trasladasen su capital a Bagdad.
Como consecuencia, todo el Norte de Europa se orientó hacia el Mar del Norte y el Báltico.
Cuando Pipino de Heristal murió en 714 dejó un auténtico Estado en pie, que además era el más poderoso de Europa, pero necesitado de abrir la comunicación con Bizancio, cortada por los musulmanes y los pueblos que ocupaban el valle del Danubio. Sus herederos se disputaron el poder durante años, hasta que su hijo bastardo Carlos Martel eliminó a sus rivales y continuó la labor de su padre. Martel también hubo de defender lo adquirido por la familia en una sucesión de batallas, entre la que destaca la que tuvo lugar en Poitiers en 732. En cuanto a esta batalla, no hay un acuerdo entre los estudiosos; parece claro que los musulmanes que habían conquistado la Península Ibérica veinte años antes, intentaron probar suerte con Aquitania, creyendo que la aventura resultaría igual de fácil; no contaban con que el Estado que estaban levantando los mayordomos de Austrasia tuviese una solidez muy superior a la del desaparecido reino visigodo. Según otra versión, fueron los tratos que mantuvo el duque Eudes de Aquitania con los sarracenos lo que decidió a Carlos Martel a presentar batalla por temor a perder toda la Galia Central. Fuese cual fuese el papel del duque de Aquitania, lo cierto es que los musulmanes fueron derrotados y volvieron por don habían venido; la sublevación de los bereberes en 740 y la creación del Emirato Independiente Omeya en 755 tuvieron como consecuencia que al-Andalus pasase a ser un Estado a la defensiva y nunca más se proyectase una invasión de los territorios al Norte de los Pirineos.
Los pipínidas construyeron su Estado gracias a sus grandes recursos económicos y a la organización de un ejército compuesto por clientelas armadas fieles a la familia. Entre estos destacaba una caballería pesada integrada por hombres que portaban un costoso equipo compuesto por caballo, cota de malla y yelmo. Pero, sin duda, la existencia de extensas comunidades de hombres libres en su territorio les permitió reclutar una infantería que resultaba eficaz al apoyar a la caballería. De todas formas, no debemos exagerar el poder militar de aquellos mayordomos, ya que en Poitiers Carlos Martel debió presentarse en el campo de batalla con unos 20.000 soldados como mucho, la mayor parte de ellos infantes.
Pipino de Heristal y Carlos Martel dedicaron sus vidas a la lucha despiadada por defender el patrimonio familiar, por sobrevivir rodeados de competidores y enemigos, a la par que ponían las primeras piezas de un Estado. Sin embargo, a mediados del Siglo VIII, aquel Estado se encontraba aislado, rodeado de fuerzas hostiles, como los musulmanes o los pueblos del Este de Europa que se estaban instalando en el Valle del Danubio y en las llanuras al Este del Vístula.
Aún así, la mayor carencia del Estado que habían construido los mayordomos de Austrasia era la ausencia de símbolos. Al fin y al cabo, el Mayordomo de Austrasia era un noble más entre los otros nobles francos; en su origen, el título hacía referencia a un oficial de los antiguos reyes merovingios; es más, todavía había una familia que ostentaba el título de Rey de los Francos, aunque en realidad no se trataba de nada más que eso, un título vacío de contenido.
Fue el hijo menor de Carlos Martel, Pipino, llamado el Breve, quien se encargó de conseguir símbolos para aquel Estado. En 747 se hizo cargo de la herencia de los mayordomos de Austrasia, y desde el primer momento su objetivo fue conseguir el título de Rey de los Francos, que en aquel tiempo poseía Childerico III. Para conseguir su propósito, buscó un aliado poderoso que pudiese legitimar una operación poco decorosa: destronar a un rey y coronarse a sí mismo. Así, solicitó la ayuda de Bonifacio de Maguncia, jefe de la Iglesia en Austrasia y hombre de gran influencia con el papa. Bonifacio coronó a Pipino como Rey de los Francos en 751, otorgándole la legitimidad que podía proporcionar la Iglesia al aceptarlo como rey; aún más, dadas las excelentes relaciones de Bonifacio con el papa Zacarías, también consiguió que el obispo de Roma le declarase rey legítimo.
Bonifacio de Maguncia era un hombre de acción, de gran fe y luchador incansable. Nació en Devon, al Sur de Britania, y en tiempos de Pipino de Heristal ya comenzó a evangelizar a los germanos que vivían al Este de la cuenca del Rin. Después funda los obispados de Salzburgo, Ratisbona, Freising y Nassau. En el corazón de Germania fundó la abadía de Fulda y otros obispados y misiones. Colaboró habitualmente con los pipínidas, aunque en alguna ocasión tuvo roces con ellos, pues defendió los intereses de la Iglesia con gran ardor. Muy mayor ya en tiempos de Pipino el Breve, fue uno de sus más eficaces consejeros y contribuyó decisivamente a la consolidación de la monarquía de los pipínidas; él mismo ungió a Pipino, al modo en que lo eran los reyes de Israel al ser reconocidos como elegidos de Dios.
Ser elegido rey por Dios es la más pura legitimidad que pueda imaginarse para un monarca; de esta forma, Pipino se ciñó la corona. La fortaleza de un Estado se basa en que no pueda ser cuestionado; por definición es un ente sobre el que no hay lugar para la duda; igual que existe el cielo y la tierra, así también existe el Estado; nunca procede de la voluntad de los hombres.
En 753 un nuevo papa, Esteban II, cruza los Alpes y acude al encuentro de Pipino para solicitarle ayuda. Ambos hacen un pacto; Esteban consagrará a Pipino, y éste, a cambio, defenderá al papa de la amenaza de los lombardos. En 754, Pipino fue consagrado como Rey de los Francos por Esteban en Saint Dennis, e inmediatamente después, el rey cumplió su palabra, llevando a cabo varias campañas militares en Italia entre los años 755 y 758, al final de las cuales los lombardos fueron obligados a abandonar el centro de la península. Fue entonces cuando Pipino decidió establecer un vínculo firme e insoluble con el papa, entregándole amplios territorios en Italia Central; así fueron creados los Estados Pontificios. El problema radicaba en que esta última operación política suponía la creación de otro nuevo Estado, el de el papa, que también era necesario legitimar. Para ello se acudió a lo que se denominaba Donación de Constantino, supuesto acto por el cual el referido emperador romano donaba al papa Silvestre I la ciudad de Roma y los territorios adyacentes. Parece ser que aquella Donatio fue enteramente una invención de Pipino y Esteban, con la intención de promocionar sus intereses respectivos.
No cabe duda de que Pipino el Breve fue un gran político; a su muerte, en 768, dejó un Estado unido y fuerte, gobernado por un rey ungido por la Iglesia local y por el papa de Roma, extendido por amplios territorios y con poderosa influencia en gran parte de Germania e Italia.
A pesar de lo dicho, Pipino el Breve era un hombre de su época y tenía un concepto patrimonial del Estado. Consideraba todo lo conseguido como una heredad, como algo personal. Por esta razón, cuando murió sus hijos se repartieron su herencia. Este caso se repite a lo largo de la Edad Media cientos de veces y es la característica principal del Estado medieval; el concepto de lo público no existe y los hechos políticos se mueven en la esfera de lo privado. Esta tendencia irá agravándose y culminará durante el pleno feudalismo.
Como hemos dicho, los hijos de Pipino el Breve reinaron de manera independiente durante años, hasta que Carlos se quedó solo en el trono y recuperó todas las posesiones de su padre. A punto estuvo de malograrse toda la obra de los pipínidas, pero por suerte, Carlos era un hombre de gran fortaleza e inteligencia. En 772 ya era rey de todos los territorios que poseyera su padre, aunque grandes amenazas acechaban la integridad del reino. En Aquitania había sido reprimida una violenta rebelión en 769 y los lombardos volvían a hostigar al papa en 772. Como hiciese su padre años antes, Carlos entró en Italia con un poderoso ejército, derrotó a los lombardos, confirmó la donación de los Estados Pontificios y se hizo coronar rey en Lombardía.
En estos primeros compases, Carlos demostró ser aún más enérgico que Pipino. En 775 era el hombre más poderoso de la Península Itálica, era señor de toda la Galia, incluida Borgoña, y la Renania. Sin embargo, las fronteras de aquel gran reino eran poco seguras; una de sus partes más ricas, el corazón de Austrasia, se hallaba amenazada por la proximidad de frisios y sajones.
Los frisios siempre habían sido enemigos de los francos y del cristianismo, la gota que colmó el vaso fue cuando en 754 asesinaron a Bonifacio de Maguncia, del que ya hemos hablado anteriormente como gran colaborador de los pipínidas. Carlos, continuador de la política de su padre, realizó varias campañas en Frisia, que fue evangelizada por clérigos procedentes de Utrecht y dividida en condados; sin embargo, aquel territorio no fue totalmente pacificado hasta los últimos años del reinado de Carlos.
La cuenca del Wesser permanecía en el paganismo; sus habitantes, los sajones, habían rechazado cualquier intento de ser evangelizados y constituían una amenaza porque, estando divididos políticamente, cada grupo actuaba independientemente de los demás; además, la guerra figuraba entre sus principales actividades, por razones económicas y de prestigio; audaces jefes los acaudillaban y los conducían a la búsqueda de botín al comienzo de la primavera.
Desde el principio Carlos comprendió que la única forma de someter a los sajones era cristianizarlos; pero aquello no fue fácil ni mucho menos, pues se aferraban obstinadamente a sus creencias y tradiciones, visto lo cual, los francos se vieron obligados a emprender una larga sucesión de campañas que duró más de treinta años, desde 772 hasta 804. Como la resistencia de los sajones fue feroz, Carlos recurrió a métodos extraordinariamente violentos, como masacres de prisioneros, devastaciones, captura de rehenes, conversiones forzosas y deportaciones masivas. Con el objetivo de propagar el cristianismo y afianzar las conquistas del Este, Carlos fundó los obispados de Bremen, Minden, Münster , Paderborn y Osnabrück, que fueron activos centros misioneros.
Como rey de Lombardía y señor de todo el Norte de Italia, Carlos hubo de enfrentarse a otra amenaza, la que representaban los ávaros, instalados en Panonia, en el valle del Danubio. Estos puebos, procedentes de Asia Central, practicaban el pillaje como actividad económica habitual. En 791, Carlos realizó contra ellos una expedición de represalia que fue un duro golpe para los habitantes de Panonia; en 795 y 796, otras dos expediciones llegaron al corazón del territorio de los ávaros, y Carlos se apoderó de ricos tesoros y un enorme botín. Tras estos acontecimientos, los ávaros fueron aceptando lentamente el cristianismo y se fundó el obispado de Salzburgo, desde el que la actividad misionera propagó la fe cristiana y el sometimiento al trono de los francos.
Imperio Carolingio.
Estas conquistas le valieron que fuese conocido como Carlos el Grande, Carlomagno. Con el tiempo su política fue derivando cada vez más hacia una identificación de la Corona y la Iglesia; ambas instituciones parecían fundirse y no se las podía diferenciar claramente. Como hemos afirmado anteriormente, todo Estado necesita de unos símbolos, pero además, necesita de una ideología que lo justifique. En el caso de los pipínidas, el Cristianismo cumplió esta función, gracias a él pudo el Estado organizar el mundo, la moral y la ley.
La importancia de la Iglesia en el reino de Carlomagno fue, por otra parte, muy grande, ya que proporcionó un cuerpo de funcionarios del que aquel Estado rudimentario carecía. Esto último ocurrió sobre todo en los nuevos territorios conquistados al Este del reino, donde los obispos y demás clérigos actuaban a menudo como representantes del rey.
Carlomagno recibió una educación cristiana y sabía perfectamente que su familia había practicado desde hacía décadas una política de estrecha colaboración con la Iglesia, pero él llevó esto mucho más allá, presentándose como un auténtico vicario de Cristo en la Tierra; de hecho, ya Pipino el Breve acostumbraba a nombrar e investir a los obispos. Carlomagno, por su parte, tomó como modelo a los emperadores de Bizancio, verdaderos jefes de la Iglesia en Oriente.
A finales del Siglo VIII Carlomagno había madurado suficientemente la idea; era señor de un amplio territorio que iba desde el Danubio hasta el Norte de la Península Ibérica, de una población heterogénea, que hablaba distintas lenguas y tenía distintas costumbres. Entre tanta diversidad el cristianismo era un eficaz aglomerante, de ahí que se forzase la conversión de los territorios anexionados o dependientes. El guía de aquella Iglesia debía ser forzosamente quien tuviese a la vez el poder terrenal y el espiritual; es decir, el emperador.
Recuperar la idea de Imperio no era fácil, pues el último emperador de Occidente había sido depuesto en 476, pero aún permanecía el Imperio de Oriente y su capital, Constantinopla, la más grande del mundo conocido en aquel tiempo.
Estatua ecuestre de Carlomagno. Siglo VIII.
Esta restauración imperial supuso muchos problemas, pues muy pronto se vio enfrentada a la hostilidad de Bizancio, que no deseaba compartir sus prerrogativas.
Relicario de la abadía de Conques, fundada por Carlomagno.
El esquema ideológico del Imperio de Carlomagno correspondía a un solo reino en el cielo y un solo jefe en la Tierra; Cristo no podía tener más que un vicario; al reino de Cristo, creador del Universo, le correspondía el de Carlomagno, todopoderoso, escogido por Dios, lugarteniente de Cristo y administrador de la Iglesia.
Carlos se fue a residir a Aquisgrán; allí decidió la construcción de un palacio sacro, a imagen y semejanza del de Bizancio, y de una capilla palatina edificada según los modelos del Santo Sepulcro de Jerusalén, del Chrysotriklinos de Constantinopla y de San Vital de Ravena. El rey franco obtuvo permiso del papa para adornar su capilla con fustes, capiteles, mosaicos y mármoles de las iglesias y palacios de Ravena.
Capilla palatina de Aquisgrán.
Los pipínidas levantaron un Estado y le dieron una estructura territorial e ideológica, pero carecieron de recursos humanos e infraestructuras para crear una administración eficaz y centralizada. Este fue el punto más débil de aquella construcción política y una de las causas principales de su debilitamiento y derrumbe. A favor de esta dinastía de guerreros incansables e inteligentes políticos hay que decir que se enfrentaron con una situación muy difícil en la que la descomposición política y la violencia fueron enormes. Los conceptos que enarbolaron tuvieron una increíble duración, pues en cierto modo llegaron, matizados, hasta los comienzos del Siglo XX, momento en que fueron derribados definitivamente por la Gran Guerra.